(De mi libro “Trabajadores Empresarios”[1])
Ahora
podemos revisar la noción «propiedad social», pues fue en nombre de tal forma
de propiedad como se justificaron las expropiaciones del aparato productivo
capitalista y las apropiaciones supuestamente socialistas. Se buscaba eliminar
la propiedad privada sobre los medios de producción y convertirlos en
«propiedad social».
Pero,
¿qué es propiedad social? ¿Nos hemos detenido a desentrañar el contenido real
de este concepto? Definir como propiedad social la que pertenece a la sociedad,
no define nada. Lo que es propiedad de todos, no es propiedad de nadie. La
propiedad real, efectiva, se diluye en el anonimato universal.
La
noción de propiedad involucra la de limitación. Definir propiedad es definir
límites. La tierra no tiene límites naturales que definan ninguna propiedad. Es
ex- tensa, ilimitada. Los límites naturales que representan los accidentes
geográficos no suponen por sí mismos ninguna noción de propiedad. Son los
individuos de una determinada especie, entre tantas que habitan la superficie
terrestre, la especie humana, quienes trazan esas líneas arbitrarias que marcan
los límites dentro de los cuales se excluye del usufructo y disfrute de una
porción de tierra a otros seres de la misma especie. El concepto de propiedad
no es más que la delimitación arbitraria que unos se han abrogado en detrimento
de los derechos de los demás.
Lo que
aporta la cultura humana a esta noción es la transformación de esa práctica de
delimitación «natural» en una determinación cultural, jurídica: un derecho, un
«ius». Y los derechos lo mismo que los deberes, son concepciones exclusivamente
humanas. Es el homo el que inventa el concepto de derecho, el que lo crea y lo
define, estableciendo y determinando límites para determinadas actividades. Y
en ello no hay un ápice de determinismo natural, sino toda una historia
cultural.
Definir
el derecho de propiedad es delimitar la propiedad. En estas condiciones, la
«propiedad social» es una contradicción: no define ninguna propiedad, no la de-
limita. La diluye, la disuelve, la hace inexistente. Si bien se ve, el sentido
que tiene hablar de propiedad social es más bien de carácter restrictivo, antes
que inclusivo. El concepto de propiedad social define propiamente lo que no
puede ser de propiedad individual, y esto por sí mismo no convierte en
propietarios «a todos».
Creer que un trabajador acepte sentirse
propietario o siquiera copropietario de una empresa por el hecho de que unos
funcionarios del Estado le repitan una y otra vez que ahora ya no es explotado
porque ahora trabaja para él mismo pues trabaja para una empresa del Estado, y
que ese Estado es socialista y que, por lo tanto, no lo explota sino que
reparte todo lo producido entre todos equitativamente, es cuando menos un
discurso puramente ideológico. Para el trabajador del socialismo real, el amo
Estado llegó a ser tan ajeno como lo es el amo capitalista.
En
estas condiciones, los que pasarán a ejercer esa pretendida propiedad social serán,
ineludiblemente, los funcionarios de tal Estado. Ellos terminarán siendo, de
hecho aunque no de derecho, los propietarios reales: los que determinan cómo y
cuándo y en dónde y en qué forma opera la empresa estatal, y cómo distribuye lo
que ha producido. Esto es esencialmente igual en el capitalismo como en el
socialismo de carácter estatista.
La
burocracia estatal, además de crecer cuantitativamente, se erige de hecho en
árbitro real y efectivo de todas las situaciones que se presentan en la
sociedad. Esta actitud de prepotencia excluyente florece ya en la burocracia de
cualquier Estado capitalista, donde el individuo que llega a burócrata, a
funcionario público, comienza de inmediato a actuar de una manera distinta,
autoritaria puesto que se considera autoridad. Con mayor razón cuando ese
individuo pertenece a la burocracia de un Estado que presuntamente representa
la encarnación de la voluntad, de las necesidades, deseos y aspiraciones del
conjunto social.
No
basta con la predicación de que el funcionario del Estado defiende y cuida todo
lo que pertenece a la empresa socialista porque esa empresa es de todos,
comenzando por él mismo. Como todo funcionario de una burocracia estatal, el
trabajador de la empresa socialista no experimenta en su praxis vital ninguna
percepción o sensación de ser propietario de algo o de todo lo que se ha
apropiado el Estado. Es sólo un arduo ejercicio ideológico hablar de que ese
individuo tiene parte en esa apropiación. Esta es la razón de la proclividad
del funcionario estatal a despilfarrar sin escrúpulo los bienes y los recursos
que son propiedad del Estado. Esos bienes han dejado de ser de alguien. Cuando los malgasta, el
funcionario (y el trabajador de la empresa «socialista» llegó a adquirir esa
mentalidad) no siente que pierde o dilapida algo suyo, no percibe nada similar
a estar violando o apropiándose de «propiedad social». Todo lo contrario, lo
que se pierde o se gasta es algo que «no es de él».
La propiedad estatal resulta así opuesta a
la propiedad social: es su negación, pues como toda propiedad, es su limitación
a favor de los sectores que disponen del poder dominante. En última instancia,
de los funcionarios de carne y hueso de cada Estado y de cada gobierno. Cada
sector social que accede al poder político alega la legitimidad de su
representación de la sociedad. Esta legitimidad no puede juzgarse sino teniendo
en cuenta las circunstancias históricas, sociales y políticas de cada momento y
de cada lugar. En la práctica, tal legitimidad se afianza o desaparece según el
comportamiento concreto de quienes representan, como Estado, al sector que está
en el poder. Con frecuencia y casi como una ley natural, esos representantes, que
han adquirido no sólo el poder político sino el ingente poder económico que les
proporciona el manejo de los gigantescos recursos del Estado –de la sociedad–,
suelen terminar (o por lo menos están dadas las condiciones para que así
suceda) extralimitándose en sus funciones y sus atribuciones en beneficio
propio, personal, y así la propiedad de derecho del Estado se transforma en
propiedad de hecho de sus personeros.
Con todo ese poder en sus manos, es
indefectible que brote y prolifere la corrupción. Los negocios del Estado son,
por su propia naturaleza, de grandes dimensiones, en proporción directa al
tamaño de cada Estado. Ante esta realidad, es imposible controlar los apetitos
de enriquecimiento de los funcionarios estatales. Añádase a esto la
transitoriedad de su nombramiento, que se ha producido generalmente por los
nexos con el gobierno de turno, el cual previsiblemente cambiará al final de un
período de cuatro o seis años. El primer mandamiento que le dicta esta
condición al empleado público es el de aprovechar, mientras dura, ese tiempo
para «hacer plata» o sacar provecho en la forma que pueda. Por último está el
incentivo exógeno, la presión mediante dádivas, comisiones, bonificaciones,
sobornos en una palabra, proveniente del empresario privado que compite por la
adjudicación del respectivo contrato. Los contratos con el Estado son cada vez
más gigantescos, pero ese gigantismo llega a su máximo en el socialismo
estatista. Por estas razones, la extirpación de la corrupción presenta mayores
dificultades (es virtualmente imposible) en proporción directa a las
dimensiones del Estado, en cualquier sociedad, con mayor razón en un régimen de
estatismo absoluto declarado. Sostener que en el Estado socialista las cosas
eran o son diferentes por la simple proclamación de que ese Estado es la
representación «de todos», «de la sociedad», tan sólo oculta una realidad
hipostasiada: el Estado termina siendo, siempre, en toda sociedad, un conjunto
que, en relación a toda la sociedad, es sólo un puñado de funcionarios, ese
«grupo de hombres especiales», quienes, una vez posesionados de los recursos
materiales de la sociedad y de los mecanismos para administrarlos, terminan
transformados en la práctica en poderosos dictadorcillos, con poderes omnímodos
sobre los demás individuos de la comunidad.
[1] Alfonso Monsalve Ramírez, Trabajadores
empresarios, Págs 96 a 98, Ediciones Aurora, Quito, 2012. 1ª ed.
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