Tal
vez alguien pueda indicarme en qué parte de la gramática española está la norma
según la cual en nuestro idioma todas las palabras que se refieran a la mujer
deben terminar en “a” y las que aludan a los hombres en “o”.
O
en dónde se establece como alternativa para no repetir el “los y las”, “todos y
todas”, el reemplazo de aquellas vocales por “arroba”: larrobas
americanarrobas, larrobas niñarrobas, todarrobas larrobas elegidarrobas…
Hasta
dónde conozco nuestro idioma, no existen tales disposiciones que, sin embargo,
se han convertido en las más rigurosas de ese amado lenguaje que llamábamos
español o castellano.
Nada
más incoherente, incómodo y ridículo que la obligación de especificar “a mis
sobrinos y sobrinas” y “a mis primos y primas” cada vez que los saludo o que
hablo de ellarrobas…
Estas
y otras rebuscadas “innovaciones” inspiradas en no sé qué remedo de
racionalismo, han poblado al español de términos y formas artificiosas que un
simple estudiante de bachillerato de tiempos no tan lejanos estaba en capacidad
de evitar por cuanto contradecían uno de los principios fundamentales de un lenguaje
culto, es decir, maduro: la fluidez de la expresión para expresar un concepto
no solamente en forma clara sino fácil y bella.
Estas
cualidades son las que caracterizan a los idiomas que llegan a convertirse en clásicos precisamente por esa norma
fundamental de la elegancia, la sencillez. El español clásico, el inglés
clásico, el italiano clásico, es decir, aquellos que nos legaron Cervantes,
Calderón, Santa Teresa, García Márquez, Borges, Cortázar, Neruda y Vargas Llosa,
o Shakespeare, Marlowe, Dickens, Browning –marido y mujer–, Wolf, Twain, Wilde,
Whitman y Capote, o Dante, Bocaccio, Malaparte, Lampedusa y Tabuqui, entre
otros muchos, se caracterizan por su naturalidad.
La
belleza de las obras que se consideran maestras de la literatura comienza en su
facilidad de lectura, siempre alejada de los giros forzados y de los vocablos estrambóticos.
Su riqueza no se basa en insertar palabras “raras” o construcciones amaneradas sino
en el empleo atinado del término más directo para hacer de la lectura un deleite
tan plácido como la contemplación de un bello crepúsculo o escuchar los
susurros de la brisa en el campo.
“Los
ciudadanos y las ciudadanas”, “los compañeros y las compañeras”, “los lectores
y las lectoras” supuestamente para no discriminar a ningún sexo (no
“invisibilizarlo”) no son sino rebuscadas posturas de un feminismo despistado,
sospechosamente impositivo: ¿justifican estas reivindicaciones los esfuerzos
liberadores de la mujer?
Los
ciudadanos que van a votar son, sin más explicaciones, los de ambos sexos.
Nunca nadie se resintió por esta comodidad idiomática que no fue impuesta por
nadie sino madurada por siglos de cultura lingüística. Lo demás son artificios que
nacen del desconocimiento de nuestro bello español y que por eso mismo terminan
en esperpentos como los que “adornan” esta nota.
alfonso-monsalver@hotmail.com
Publicado en El Telégrafo de Quito, el 19 de abril de 2015
Publicado en El Telégrafo de Quito, el 19 de abril de 2015
No hay comentarios:
Publicar un comentario