No hablemos de socialismo

Hablar de socialismo en el momento que vive la humanidad sólo conduce a divagaciones y controversias interminables, confusas y finalmente inútiles.
Son montañas de prejuicios lo que existe acerca del socialismo. Prejuicios “naturales” debidos a ignorancia del ciudadano medio a quien poco le interesan estos temas, y prejuicios inducidos, difundidos calculadamente por las fuerzas del quietismo y el atraso. Pero, como sea, no es el momento histórico (ni el lugar: una simple nota de opinión, por fuerza brevísima) para estas disquisiciones.
Anotemos solamente y en forma resumida las principales causas de las confusiones reinantes acerca del socialismo.
Está, en primer lugar, y con la fuerza irrebatible de los hechos históricos, el derrumbe del mayor experimento socialista de la historia: el socialismo soviético que llegó a ser el segundo sistema mundial vigente, al lado del capitalismo dominante. Pretender un análisis serio, completo y honesto de lo que pasó con ese socialismo es simplemente imposible. Ya esa experiencia ha dado lugar a toda suerte de interpretaciones en pro y en contra, sin lograr más que atizar pasiones políticas de lado y lado y amontonar hipótesis sobre hipótesis, creando un caos conceptual inútil e inmovilizador.
En segundo lugar, la realidad de que no existe y posiblemente no existirá jamás un solo criterio sino muchos sobre lo que se entiende por socialismo. Señalemos no más que se han autodenominado socialistas desde el nazismo alemán, el nacionalsocialismo, hasta el socialcristianismo, y que en medio de estos extremos existen las más diversas experiencias, progresistas tanto como retrógradas y oscurantistas. No cabe en la inteligencia de nadie medianamente ecuánime que se haya denominado socialistas a experimentos tan opuestos a la índole originariamente humanista del socialismo como los regímenes de Pol Pot en Kampuchea (Camboya) en los años finales de la década de los 70, o las prácticas rígidas y opresivas del régimen impueso por Kim Il Sung en Corea del Norte, con su inaudita e inefable “idea suchi” como eje, por citar dos casos ilustrativos de estos enredos ideológico políticos.
Sin ir tan lejos, basta mencionar las variadas y contradictorias interpretaciones latinoamericanas que han surgido del concepto chavista –nunca precisado– de Socialismo del Siglo XXI, que nadie ha podido interpretar claramente, dando cabida a formas tan disímiles como cierta especie de comunidad primitiva, en el mejor de los casos artesanal, hasta la identificación con el concepto capitalista avanzado del Estado de Bienestar.
Tal vez resulta más fácil y práctico explorar, como punto de partida concreto y al alcance de cualquier ciudadano, la empresa productiva actual, basada en la propiedad privada capitalista pero entrabada por el predominio del capitalismo especulativo e improductivo, y la propuesta de empresa de los trabajadores.
Condición fundamental: eludir los nebulosos ismos y esforzarse por aterrizar.

Alfonso Monsalve Ramírez
Especial para El Telégrafo
alfonso-monsalver@hotmail.com


¡Ay, nuestro español!

Tal vez alguien pueda indicarme en qué parte de la gramática española está la norma según la cual en nuestro idioma todas las palabras que se refieran a la mujer deben terminar en “a” y las que aludan a los hombres en “o”.
O en dónde se establece como alternativa para no repetir el “los y las”, “todos y todas”, el reemplazo de aquellas vocales por “arroba”: larrobas americanarrobas, larrobas niñarrobas, todarrobas larrobas elegidarrobas…
Hasta dónde conozco nuestro idioma, no existen tales disposiciones que, sin embargo, se han convertido en las más rigurosas de ese amado lenguaje que llamábamos español o castellano.
Nada más incoherente, incómodo y ridículo que la obligación de especificar “a mis sobrinos y sobrinas” y “a mis primos y primas” cada vez que los saludo o que hablo de ellarrobas…
Estas y otras rebuscadas “innovaciones” inspiradas en no sé qué remedo de racionalismo, han poblado al español de términos y formas artificiosas que un simple estudiante de bachillerato de tiempos no tan lejanos estaba en capacidad de evitar por cuanto contradecían uno de los principios fundamentales de un lenguaje culto, es decir, maduro: la fluidez de la expresión para expresar un concepto no solamente en forma clara sino fácil y bella.
Estas cualidades son las que caracterizan a los idiomas que llegan a convertirse  en clásicos precisamente por esa norma fundamental de la elegancia, la sencillez. El español clásico, el inglés clásico, el italiano clásico, es decir, aquellos que nos legaron Cervantes, Calderón, Santa Teresa, García Márquez, Borges, Cortázar, Neruda y Vargas Llosa, o Shakespeare, Marlowe, Dickens, Browning –marido y mujer–, Wolf, Twain, Wilde, Whitman y Capote, o Dante, Bocaccio, Malaparte, Lampedusa y Tabuqui, entre otros muchos, se caracterizan por su naturalidad.
La belleza de las obras que se consideran maestras de la literatura comienza en su facilidad de lectura, siempre alejada de los giros forzados y de los vocablos estrambóticos. Su riqueza no se basa en insertar palabras “raras” o construcciones amaneradas sino en el empleo atinado del término más directo para hacer de la lectura un deleite tan plácido como la contemplación de un bello crepúsculo o escuchar los susurros de la brisa en el campo.
“Los ciudadanos y las ciudadanas”, “los compañeros y las compañeras”, “los lectores y las lectoras” supuestamente para no discriminar a ningún sexo (no “invisibilizarlo”) no son sino rebuscadas posturas de un feminismo despistado, sospechosamente impositivo: ¿justifican estas reivindicaciones los esfuerzos liberadores de la mujer?  
Los ciudadanos que van a votar son, sin más explicaciones, los de ambos sexos. Nunca nadie se resintió por esta comodidad idiomática que no fue impuesta por nadie sino madurada por siglos de cultura lingüística. Lo demás son artificios que nacen del desconocimiento de nuestro bello español y que por eso mismo terminan en esperpentos como los que “adornan” esta nota.

alfonso-monsalver@hotmail.com
Publicado en El Telégrafo de Quito, el 19 de abril de 2015


La paz de Colombia

Nadie puede ignorar, pero ni siquiera atenuar la gravedad de la muerte de once soldados  colombianos por acción de las FARC. Pero tampoco se debe dejar pasar la desfiguración mediática de los hechos, destinada a desequilibrar los diálogos de La Habana, que hasta ahora han sorteado los mil y un intentos de descarrilar el proceso.
Fue un terrible error de las FARC. Pero un error que se veía venir dada la estrategia militar de crear tensas situaciones límite, que al fin produjeron la tragedia.
Recordemos el extraño “paseo” del general Rubén Darío Alzate, en traje de civil, a una zona de dominio guerrillero. ¿Qué efecto se buscaba? En esa oportunidad el militar fue justificadamente separado del Ejército. Desde entonces, y quizá desde antes, los habitantes de varias zonas de candela, en especial del Cauca, venían denunciando operativos claramente desarrollados para provocar lo que ahora provocaron y lograron.
Sucedido el hecho atroz, las reacciones e iras santas de los sectores de extrema derecha dispersos por amplias regiones del país, incluyendo a militares que apenas logran disfrazar su boicot a las búsquedas de la paz, equivalían a frotarse las manos sin disimular un regocijo perverso. Actitud que transparenta, como ya se ha dicho, el menosprecio hacia los que caen pues no son de los estratos cinco y seis de la sociedad.
Son múltiples los comentarios e informaciones que se han dado a conocer que corroboran esta situación. Pero lo que no se esperaba es la actuación del doctor Humberto de La Calle, jefe de los Comisionados del gobierno para los diálogos y quien, saliéndose por completo de toda mesura y prudencia –que hasta ahora había ostentado, hay que decirlo– se lanzó a tomar posición franca, desorbitada y hasta inhabilitante, al lado de los peores enemigos del proceso.
¿Qué sigue? Nos hemos acercado excesivamente a las maniobras que, en todos los diálogos anteriores, han terminado por interrumpir los diálogos con pretextos baladíes. El diario colombiano El Espectador publicó un recuento de esos casos, mostrando como se repiten los protocolos de los políticos que, sin escrúpulos, montaron espectáculos de buena voluntad y de paz, cuyo modelo culminante fue el de Andrés Pastrana fotografiándose con Manuel Marulanda en un gesto puramente electorero que, efectivamente, lo llevó a la presidencia. ¿Llegará Santos a lo mismo?
Se ha perdido la confianza en las FARC, dicen. Pero también la palabra del presidente se ha debilitado.
Sin embargo, y aunque sea extremadamente difícil en esta oportunidad, hay que mantener la cabeza sobre los hombros, por encima de todo. Hay que levantar la mirada al futuro, allá están las metas: dejar las cuentas del pasado para el momento en que se ha previsto, cuando una Comisión de la Verdad y la llamada Justicia Transicional, puedan cumplir sus tareas en entera libertad y equilibrio. Y hay que insistir en movilizar a la ciudadanía que, en indudable mayoría, quiere la paz.
Otro camino sólo conduce al abismo.

Alfonso Monsalve Ramírez
alfonso-monsalver@hotmail.com

Publicado en El Telégrafo, de Quito, abril de 2015

¿Es eterno el capitalismo?

Hasta donde sabemos, no hay nada eterno en el universo, salvo el universo mismo.
Todo cambia, todo se mueve, todo pasa, lo que ayer era hoy ya no es. Lo pequeño o lo grande. Las costumbres domésticas o las grandes civilizaciones.
Sin embargo, cuando se trata del capitalismo y la honda crisis que lo afecta desde 2008, todos los analistas, de cualquier corriente filosófica, ideológica, política o económica, tratan el tema como si este sistema económico nunca fuera a desaparecer. Todas las soluciones que se proponen o se sugieren, ofrecen fórmulas que explícita o tácitamente están dentro de las normas y leyes que rigen al capitalismo. Nada que se aproxime siquiera a otra concepción de la organización social y que aluda o suponga un cambio radical, es decir, en las raíces, en los fundamentos de este modo de producción.
De manera protuberante, las búsquedas se realizan desde enfoques esencialmente monetaristas, más o menos ortodoxos, más o menos heterodoxos, pero esencialmente basados en políticas monetarias de menor o mayor alcance, más o menos novedosas pero sin llegar jamás al fondo del problema.
¿Acaso el capitalismo existirá y persisitrá para siempre, hasta la eternidad?
La lógica más elemental nos dice que no puede ser así. Todos los sistemas económicos o modos de producción que han existido siguen pasos o etapas similares: surgen del sistema anterior –de sus entrañas–, se desarrollan hasta tornarse en el sistema dominante sobre cualquier otro, alcanzan un período de esplendor y luego comienzan su decadencia, dando paso a un nuevo sistema que seguirá recorrido similar.
Los sistemas económicos no desaparecen, no “mueren”. Decaen, se distorsionan, se tornan ineficaces para solucionar las necesidades y los anhelos de la sociedad. Es equivocado pensar que un sistema llega a un final absoluto, por el contrario, los diversos modos de producción subsisten y coexisten. Lo que se impone es el nuevo sistema que compruebe en la práctica su mayor eficiencia productiva y distributiva: el nuevo sistema dominante, que relega a los demás a la categoría de subordinados o dependientes.
El capitalismo no es una excepción. Se habla en los medios profesionales y académicos de una época dorada del capitalismo que corresponde aproximadamente a la segunda posguerra mundial del siglo pasado hasta aproximadamente los años 70 u 80 (John Harrison, Eric Hobsbawm).
Hoy el capitalismo atraviesa la crisis más profunda y más extensa en el tiempo y en el espacio, la que desató la quiebra de Lehmann Brothers en 2008 y todavía nadie puede comprobar que se ha superado. En la realidad de las cifras se prolonga y se profundiza, pese a momentáneas señales de mejoramiento tanto en Europa y la Eurozona en particular, como en los Estados Unidos y su órbita, con momentos y cifras de recuperación nada sólidas, desalentadoramente precarias.
¿Finaliza la era del capitalismo? Si es así, ¿qué viene después?


alfonso-monsalver@hotmail.com

Los primeros obreros fueron obreras

Se considera la primera fábrica de la era industrial a la edificación construida hacia 1770 por Richard Arkwright y sus socios Samuel Need y Jedehiah Strutt, en Cromford, Derbyshyre, Inglaterra, destinada a albergar a las hilanderas de su empresa de hilados de manera que trabajaran al lado del molino hidráulico que también él había construido como fuente de energía para su último invento, la máquina de hilar hidráulica que inmediatamente comenzó a rendir rápidos y elevados beneficios, como todas sus empresas anteriores.
Arkwright fue un personaje típico de ese gran momento que fue la revolución idustrial. Inquieto, siempre explorando oficios, desde peluquero como su padre hasta inventor de tinturas para pelucas que luego aplicó a la industria textil, buscando nuevas formas de aprovechar mejor la proliferación de máquinas y métodos de producción que surgían por todas partes, y patentando a su nombre mecanismos y dispositivos de diversa índole. No solamente sus rasgos físicos, corpulento, algo obeso, ostentando la sonrisa del hombre satisfecho consigo mismo, también su personalidad, debieron contribuir en buena proporción a la imagen arquetípica del burgués: inquieto, imaginativo, ambicioso, ligero de escrúpulos, incluso tramposo, varias de esas patentes le fueron anuladas más tarde por su dudosa  autoría cuando fueron reclamadas por los socios a quienes había suplantado. Lo cual no impidió que, cuando ya era poseedor de una apreciable fortuna, fuera enaltecido con título de nobleza, Sir Richard Arkwriht.
Su nueva hilandería reunía las máquinas, las técnicas, la energía hidráulica, los depósitos de almacenamieno y el espacio para la fuerza de trabajo conformada por un número de mujeres reclutadas como hilanderas: una verdadera fábrica moderna, y de ahí su significado como primer modelo de empresa industrial de la era capitalista.
Pues bien, si estas características le confirieron esa posición, no menos simbólico resulta el hecho de que aquellas mujeres puedan ser consideradas las primeras figuras de la nueva fuerza laboral de esta nueva era: es el sentido de subrayar que los primeros obreros fueron obreras. No trabajadores varones sino mujeres trabajadoras. Aunque no se mencionan datos de la cantidad, ni de las condiciones en que desempeñaban su oficio, no es ilegítimo pensar que lo hacían en hacinamiento y sin ninguna consideración a circunstancias de edad, de comodidad, de fortaleza o debilidad física, como era corriente entonces.
Ciertamente obreros y obreras existieron desde mucho antes en todas partes y en diversas labores. El reconocimiento no es simplemente a su condición como primeros trabajadores industriales sino en cuanto emblemas de la nueva clase, complementaria de la otra también inaugural de esta nueva época, de la modernidad que así nacía, la burguesía.
Sea este nuevo 1 de Mayo ocasión válida para rendirles este sencillo homenaje.



alfonso-monsalver@hotmail.com