Regreso de tres
semanas de estadía en mi patria grande, Colombia, y en mi patria chica, Bogotá,
atendiendo asuntos familiares, cargado de imágenes, unas esplendorosas y otras
nubladas. Estas últimas son estrictamente personales y, a la espera de que se
diluyan grises nubarrones, se guardan en mi pecho. Quiero referirme a las
otras, las que nos pertenecen a todos los colombianos.
Todavía un poco
desconcertado por el cambio de coordenadas de mis rutinas cotidianas, me siento
deslumbrado por la suntuosa gama de verdes de la sabana de Bogotá, en la que sobresalen
con su propia luminosidad los sauces llorones. Hacía mucho tiempo no
contemplaba este paisaje que asombra a propios y a extraños, pero en esta
ocasión lo encuentro engalanado por vías modernas, amplias, excelentemente
señalizadas que contrastan con la imagen que me habían forjado los noticieros
televisivos que vemos en el exterior. Esta primera impresión va a ser una
constante: la enorme diferencia entre el país que presentan esos medios y la
realidad de una Colombia pujante, de gentes caracterizadas por su capacidad de
superar dificultades y problemas mediante su iniciativa individual, patente en
todas partes, en calles y tiendas, en oficinas y en vagones del transporte
urbano.
Nada que ver con
lo que, en primer lugar, me atemorizaba un poco, el supuesto caos en el
Transmilenio. Por el contrario, este sistema tan desacreditado en esos
noticieros, es el eje del Sistema Integrado de Transporte que, en un 95 por
ciento del día, funciona asombrosamente bien. Lo utilicé sin ningún problema
(salvo un ligero tropezón causado más que todo por mi propio descuido),
ensayando a conciencia diversas alternativas para viajar a diferentes sitios desde
el pequeño pueblo sabanero donde me hospedé.
Me sorprendió no
sólo la comodidad y estética de los vehículos, sino la actitud de la gente,
amable, solidaria, considerada lo mismo con personas de la tercera edad como
yo, que con un padre joven, por ejemplo, en plenitud de su fortaleza que
llevaba en brazos a su bebé, y a quien inmediatamente medio vagón se inquietó
por encontrarle un asiento: no lo había, los puestos para adultos mayores y
embarazadas, señalizados en color azul, estaban copados por señoras canosas y
por mí mismo. Todas las miradas exploraban una solución y una voz femenina se
elevó pidiendo repetidamente “una silla, por favor”. Casi en seguida una joven
detrás de mi asiento se levantó y cedió su puesto al agradecido padre. No fue
un caso excepcional, por el contrario, es la actitud habitual que observé en
todos mis viajes, sin ninguna excepción. Mis familares me dicen que hay casos
en que no es así. Seguramente, siempre existen las excepciones y las
descortesías: yo simplemente no tuve oportunidad de presenciarlas. Además, cabe
anotar que las horas pico no son menos congestionadas en París, Barcelona o
Buenos Aires. Es una consecuencia de varios factores comunes al proceso de
urbanización del mundo con la proliferación incontrolable de mega ciudades. Y
también reconozco que mi visión fue la del norte de Bogotá, no vi el sur, el
sufrido sur bogotano, tan entrañable para mí.
Mi viaje coincide
con las elecciones presidenciales del 15 de junio. Acompaño a los familiares
que me hospedan a cumplir su compromiso ciudadano. Yo no puedo hacerlo dado que
mi cédula está inscrita en el Ecuador, pero participo de la intensa espectativa
que han creado estos comicios. En la práctica se han convertido en un
plebiscito entre la guerra y la paz.
Las urnas se
cierran y salimos en un pequeño auto a disipar tensiones paseando por pueblitos
sabaneros. Buscamos un rincón apropiado para tomar una taza de café acompañada
por deliciosos panes de maíz típicos de la cocina regional. Al entrar a la
pequeña tienda esquinera a donde nos ha conducido el olfato, escuchamos el
segundo boletín informativo de la Registraduria que, dicho sea de una vez,
marcó un record extraordinario de rapidez en la entrega de los resultados,
exactamente una hora para el 99 por ciento de los datos. En ese segundo boletín
todavía el candidato identificado con la guerra mostraba una ventaja amenazante.
Pero bien pronto se anunció el tercer boletín y las cifras se invirtieron
radicalmente, para no ceder ya más durante todo el escrutinio. El voto por la
paz triunfó por un margen de cerca de un millón de votos de ventaja: 7 millones
800 mil contra 6 millones 900 mil en números redondos. La diferencia puede
aparecer relativamente estrecha, pero hay que tener en cuenta que el candidato
perdedor también ofrecía la paz aunque con tales condiciones que en realidad lo
que se podía esperar de él era la guerra, ya no sólo nacional sino
internacional.
Como luceros que
se encienden al atardecer, aparecieron las sonrisas en los rostros de casi
todas las personas con las que nos cruzamos en el camino de retorno. No
recuerdo haber visto algún rostro sombrío, alguna expresión de amargura. Diría
que incluso los derrotados respiraban relajados, aliviados, distendidos. Eran
las sonrisas de la paz. Evidentes, ostentibles, radiantes.
Esas primeras
impresiones se convirtieron aceleradamente en explosión nacional. La eclosión
de tanta alegría corroboró que la inmensa mayoría de los colombianos lo que quiere
desde hace muchos años es la paz. Solamente los extremismos de derecha e
izquierda han ignorado tercamente esta realidad. Ahora ya ni unos ni otros
podrán imponer sus visiones fundamentalistas.
Enmarcando esta
fausta fecha, los colombianos disfrutaron valiosas victorias deportivas. Iniciando
el mes de junio, Nairo Quintana y Rigoberto Uran Uran les dieron la enorme
alegría de ocupar la primera y segunda posiciones en una competencia
internacional de la categoría del Giro d’Italia, y en un deporte tan caro a las
aficiones nacionales como el ciclismo.
Luego vino el
Mundial de Fútbol en Brasil. En una campaña impecable y sin antecedentes en el
fútbol criollo, Colombia derrotó sucesivamente a Grecia por 3 goles a 0, a
Costa de Marfil 2 a 1, a Japón 4 a 1 y a Uruguay, y en el templo del fútbol
brasilero, en el Maracaná de Río de Janeiro, 2 a 0.
Tan brillante
desempeño ha conducido a que, en el momento de escribir estas líneas, todo el
mundo literalmente esté pendiente de lo que suceda el viernes 4 de julio,
cuando la selección colombiana enfrentará a la brasilera para la definición por
el encuentro final. Y este recorrido triunfal se ha dado sobre un camino
empedrado de reconocimientos: la mejor selección del Mundial, el carismático
James Rodríguez declarado el mejor jugador y sus asombrosos goles los mejores
del evento, mientras que el arquero David Ospina, los defensas Mario Yepes y Cristian Zapata, y
los volantes Carlos Sánchez, Abel Aguilar y Juan Guillermo Cuadrado han
compartido los más entusiastas elogios. Todo lo cual llevó al diario colombiano
El Espectador a afirmar el 30 de
junio: “Nunca en un
evento deportivo internacional de esta magnitud Colombia había tenido tanto
protagonismo dentro y fuera de las canchas”.
Sentí que todos estos sucesos se engastaban en el nuevo
entorno social y político del país, el entorno del diálogo, del acuerdo y de la
paz. Cada avance estimula esta renovada atmósfera, cada gol suma en este
panorama, cada victoria multiplica. Mi panorama de alegría se ensanchó como
nunca lo imaginé. No dudé en titularlo con las palabras que encabezan esta nota:
las sonrisas de la paz…
Algo en mi interior me dice que esas palabras las había
visto en otro lugar, en otro momento. ¡Ah, sí! Son un verso de un poema escrito
por mí y guardado en mis cajones de papeles. Lo busco, lo encuentro y lo
publico: es el que apareció como entrada en mi pasado blog. El poema completo
es mucho más extenso. Ese Canto a la paz
y las palabras citadas son solo su culminación.
Alfonso Monsalve Ramírez
Cumbayá, julio 1 de 2014.
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