Yo vi jugar a Di Stéfano, pero antes de verlo lo oí. En 1948, con mis compañeros de tercer año de bachillerato nos agolpábamos en torno al pequeño aparato de radio del internado, o del lujoso Telefunken en casa con mis hermanos y amigos del barrio, para escuchar las emocionantes narraciones de Carlos Arturo Rueda que excitaban al rojo nuestra imaginación por la forma vívida en que describían a la Saeta Rubia atravesando veloz la cancha entera con la pelota atada al botín y sus famosos driblings que dejaban bizcos a sus despistados contendores.
Después lo vi unas cuantas veces, al lado de Adolfo Pedernera, quien era mi ídolo por su juego cerebral, inteligente, Néstor Raúl Rossi, el niño malo de la cancha por su juego enérgico, Cossi, el arquero de bigotito tanguero y seductor que derretía a las quinceañeras, y el resto de aquel equipo de Millonarios que se dio el lujo de ganar una larga serie de partidos continuos por un marcador nunca mayor ni menor de cinco goles, y bailando a su gusto a los pobres equipos colombianos, por lo que se ganó el nombre famoso de Ballet Azul.
Pero el gran espectáculo era Di Stéfano, él en sí mismo, no sólo por su increíble agilidad y velocidad, por su toque del balón verdaderamente magistral –fue al primero que vi marcar un gol de chilena cuando recibió un pase estando de espaldas a la portería contraria y de un ágil toque hizo elevarse a la pelota verticalmente para dar la voltereta mágica y clavar el balón exactamente por sobre la cabeza del congelado arquero–, sino por su elegancia y por su caballerosidad.
Es a este aspecto al que quiero rendir homenaje especial, ahora, cuando el fútbol limpio y señorial de aquellos tiempos ha descendido a espectáculo de burda patanería en el que se admiten, con el pretexto de que es un juego fuerte, “de hombres”, las más salvajes agresiones que pasaron hace rato el límite de las faltas permitidas en el otrora pundonoroso juego limpio, al parecer desterrado para siempre de todas las canchas del mundo.
Veo, escucho y leo alelado los torpes debates y las bajas argumentaciones que defienden los codazos tan groseros como deliberados, los rodillazos calculadamente salvajes y lesivos, los patadas no sólo al cuerpo sino a la cara y a la cabeza o a donde caiga, los agarrones ya no sólo de la camiseta o la pantaloneta sino de los brazos y de las cinturas, en fin, toda suerte de agresiones de lodazal, que en nuestros tiempos ni siquiera pasaban por la cabeza del jugador más humilde e inculto.
Nunca vi nada similar no sólo a un futbolista como Di Stéfano, sino de cualquiera de sus compañeros o adversarios de equipo. El juego sucio vino después y se impuso con la oleada de decadencia cultural impulsada por múltiples factores, en el centro de los cuales está la mercantilización de un capitalismo desbocado para el que no hay normas ni escrúpulos éticos cuando se trata de sacar beneficios a como dé lugar.
Un verdadero homenaje a la noble figura que hoy nos ha dejado sería una severa reglamentación reformada para que el fútbol sea otra vez un deporte que se juega con los pies y con la cabeza exclusivamente, sancionando con tarjeta implacable toda acción indebida con las manos, brazos, codos, rodillas o con el resto del cuerpo, es decir, un verdadero foot ball, balompié pero de pies inteligentes, practicado además con lo que en nuestros tiempos se practicaba con orgullo: espíritu deportivo, lo que luego se denominó juego limpio, fair play.
Hermoso fútbol era aquel, deporte de hombres y de valientes, no de valentones ni de cobardones agresivos a falta de verdadera capacidad deportiva. Desde luego, va esto para quienes lo merecen. El lector sabe que hay también las honrosas excepciones.
¡Honor a la memoria del caballero de las canchas, a la Saeta Rubia!
Cumbayá, julio 7 de 2014
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