Enrique
Ponce, César Rincón, José Thomas son algunos de los nombres que representan, junto
con otros miles, las elevadas cumbres alcanzadas por una afición que se ha desarrollado
cada vez más como un ejercicio de arte. El diccionario, desde el popular
Larousse hasta el de la Real Academia Española, define precisamente la tauromaquia
como el arte de lidiar los toros. Y la
corrida de toros como la fiesta en
que se lidian estos cuadrúpedos en una plaza cerrada.
Arte
y fiesta. Así hay que ver el toreo, como un arte y como una fiesta. Y a quienes
lo practican, como artistas, en tanto que la lidia debe ser vista y disfrutada como
el combate festivo entre el hombre y el animal.
Pero,
un momento: ¿quienes son los que se enfrentan en la arena de una plaza de
toros? ¿Son ciertamente el hombre y el animal? Veamos.
Es
posible que este arte haya tenido sus comienzos cuando, en las haciendas de
ganadería, los diversos encargados del cuidado, manejo y traslado de los toros,
descubrieron en las piruetas a que los obligaban algunos ejemplares
especialmente bravos, una forma de divertirse en medio del trabajo. Algunos
comenzaron a destacarse por su habilidad y audacia, aplaudidas por sus compañeros
de labores. De allí seguramente derivó la costumbre de destinar una que otra
tarde a esa diversión, que terminó convirtiéndose así en atractivo espectáculo
de pueblo y transformando a sus practicantes en admirados héroes populares
aclamados por multitudes cada vez más numerosas.
En
un comienzo fueron los alardes de valor y de temeridad. Paulatinamente a esas cualidades
se fueron añadiendo el ingenio y la gracia, la agilidad, la elegancia, la
creatividad, la altivez: la belleza, la estética. Los ganaderos respondieron
criando ejemplares de mayor bravío para hacer más galana la fiesta, que culminó
en una de las más coloridas tradiciones culturales en diversos países,
partiendo de España, donde se presume que se originó: por lo menos el toreo
moderno, pues se ha mencionado la Edad de Bronce para situar los más remotos
combates entre hombres de las cavernas y uros, al parecer los primeros antepasados
del toro. En todo caso, fue la península hispánica donde el toreo se desarrolló
con mayor fuerza y vistosidad, cuando miembros de las clases terratenientes y
de la nobleza feudal se aficionaron a las corridas
de toros.
Los
costos de la crianza de los toros de lidia, así como los de la adecuación de
los lugares y de toda la parafernalia indispensable para realizar las exhibiciones,
condujeron a elitizarlas. Los espectadores se hicieron cada vez más exigentes,
los actores principales, los toreros o toreadores, cada vez más arriesgados a
la vez que más depuradas sus faenas.
El
grado de refinamiento a donde ha llegado la fiesta la erigieron en este
espectáculo seductor en el que se combinan arte y diversión, riesgo y valentía,
finura estética y, del lado del espectador, exigencias de conocimiento y de
criterio para disfrutar a fondo toda su riqueza cultural.
Inevitablemente
también llegó la discriminación entre capas sociales de distinta capacidad
económica, generando resentimientos y prejuicios tan explicables como injustos.
Las estigmatizaciones contra la fiesta brava provienen en gran medida de esta
segmentación. Esto no justifica ni trata de adornar tales discriminaciones,
pero explica que, de tiempo atrás, se levantaran voces para criticar estos
festejos y protestar contra ellos con los más variados argumentos.
En
la atmósfera social que vivimos hoy, de conflictivad, de radicalismos y de fundamentalismos
de toda índole, tenían que proliferar estas expresiones agresivas generadas e
impulsadas por sectores que inexplicablemente confunden la justicia social con
oscuros moralismos y la tendencia consiguiente a imponer una abigarrada variedad
de normas y prohibiciones, reglamentos y permisos y sanciones, supuestamente para
castigar a los pecadores y proteger a los inocentes.
Así
se comprende a estos enardecidos anti taurinos que acusan a la fiesta brava de
crueldad y de violencia. Se alega que el toro es maltrado despiadadamente por
el toreador. Es falso. Estos defensores de las especies animales tendrían que
asistir desprevenidos a una corrida, y se percatarían de que en ningún momento
hay maltrato alguno del animal. El toreador cita al toro agitando un trapo rojo
y cuando el astado embiste, respondiendo a su genética natural y a su fuerza y
corpulencia, el torero lo lleva calculadamente alejándole la tela y haciendo
que el animal describa un armonioso recorrido, mientras el diestro cierra el
pase con algún estilizado giro de sus brazos y de todo su cuerpo: arte que ha
inspirado al arte en los pinceles de grandes pintores –Goya, Picasso, Viteri
por mencionar algunos–, y en la obra de novelistas, poetas, músicos y
fotógrafos.
En
cuanto a la pica o vara, y las banderillas estigmatizadas como despiadadas
torturas, no son para la fortaleza del
animal mucho más de lo que puede ser para un niño el pinchazo de una vacuna.
Por
lo que se refiere a los aficionados, a quienes se los describe como hordas de
sádicos que babean de retorcido placer viendo el supuesto sufrimiento del
animal y la no menos imaginaria perversidad del diestro, no tienen nada que ver
con la realidad. No hay nada semejante a torturas o ensañamiento en las plazas
de toros. La lidia del toro es por sobre todo una exhibición de inteligencia y destreza,
adquiridas por el toreador mediante una férrea disciplina, un esforzado
aprendizaje y exigentes entrenamientos. Ni el torero, ni sus cuadrillas, ni las
autoridades de la plaza, ni el público ejercen nada parecido a la violencia, a
no ser que se tome por tal el esfuerzo que implican cada una de las acciones
frente a un ejemplar que embiste, en cambio, por puro reflejo animal.
¿Violencia,
crueldad, perversidad, deformidades psicológicas en una plaza de toros? Que
asistan a comprobarlo quienes hacen tales acusaciones: no hay fiesta donde se
haga mayor derroche de sana y liberadora alegría que una corrida de toros. Tan
sana y tan saludable y tan sabrosa como la bota de vino de buen cuerpo o de
ligera manzanilla que ocasionalmente acompañan a esta noble festividad.
Y
si hacemos comparaciones, ¿mayor violencia que la que se da en un estadio de
fútbol, ya no sólo entre los mismos jugadores sino entre los hinchas, en las
graderías y más allá, a la salida del partido? Los moralistas que andan
buscando pecadores a quienes quemar vivos, ¿no deberían olvidarse de los cosos
taurinos y dirigerse a esos estadios? También tendrían bastante que hacer en
los rings de boxeo o de lucha libre o de artes marciales. A los que, no faltaba
más, tampoco se debe demonizar por sus prácticas de apariencia agresiva, cuando
no son más que otras formas de sublimar impulsos humanos naturales encauzando
esas energías y transformándolas en auto dominio y auto control, que es lo que
realmente se ejerce y se admira en muchas prácticas culturales cuyos orígenes
fueron acciones de trabajo o de guerra, recompuestas simbólicamente en
representaciones teatrales, como la tragedia griega, o en torneos lúdicos, como
las olímpiadas.
Ahora
podemos regresar a nuestra pregunta inicial: ¿Quiénes se enfrentan realmente en
el ruedo?
Lo
que no ven esos enfurecidos inquisidores es la realidad profunda que se devela
detrás de la superficial apariencia: es otra la causa de la poderosa atracción
que ejerce el espectáculo del toreo y que enlaza en una íntima identificación
al torero con el taurófilo, al héroe con los admiradores de sus hazañas. ¿Por
qué esa estrecha ligadura?
Porque
no es al toro a quien enfrenta el torero: es a la muerte. El toreador enfrenta
a la muerte y la desafía. Y es ese recóndito espanto el que enlaza al actor y a
su público, al diestro y a sus admiradores. Como en todo arte, el hombre
–artista, creador, demiurgo– cree derrotar a la muerte al domeñarla
simbólicamente, hasta permitirse incluso juegos cara a cara, de igual a igual,
con ella.
Es
esa situación extrema que oscila entre caer mortalmente herido o salir airoso
de una prueba que puede ser la definitiva. Es ese mismo impulso que lleva al
ser humano a retar a los océanos cabalgándolos sobre un barquichuelo de remos o
de vela, a escalar y dominar altas y abruptas cumbres sin importar los peligros,
a arriesgarse montando en máquinas capaces de desplazarse a las más
vertiginosas velocidades, el mismo ímpetu que lo compele a lanzarse al espacio
desde grandes alturas, desde un elevado trampolín o en un paracaídas o en un
parapente, que lo condujo desde siempre a intentar la locura de volar por sus
propios medios compitiendo con águilas y cóndores, el mismo ímpetu que acicatea
su anhelo de elevarse cada vez más y más en el delirio de proyectarse hacia los
astros y hacia el infinito del espacio cósmico.
Esta
es la fuerza vital, existencial si se quiere, que mueve al torero y lo sostiene
durante la lidia, y la que hipnotiza a muchedumbres en las graderías de la
plaza de toros.
Esta
es la magia de un espectáculo que se ha depurado y seguirá depurándose cada vez
más, y que verosímilmente llegará a suprimir el momento que resulta más lesivo
de la sensibilidad humana, el de la estocada que suele producir impresionantes
chorros y charcos de sangre. Y que es la que da pie a las acusaciones de
crueldad y de sufrimiento. Tal vez la fiesta taurina llegue a superar este acto
que maltrata al espectador, en forma similar a como el teatro aprendió a
representar simbólicamente sobre un escenario asesinatos y crímenes sin herir a
nadie, o como las justas y torneos se transformaron en los prodigiosos saltos y
giros de la gimnasia o de la danza.
Entonces,
que se revise y se enmiende no sé qué extraño propósito de redimir a la pecadora
humanidad, y se reabran plazas y ferias taurinas hoy absurdamente clausuradas.
Cumbayá, septiembre 2 de
2014
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