Los
colombianos tenemos los corazones inundados de odios. No todos, claro está,
pero tantos que parecen la mayoría.
No
nos damos cuenta de que es así, pero es así. Hagamos un rápido examen de
conciencia: cuando pensamos en la persona a quien consideramos nuestro oponente
político ¿cómo lo vemos?
No lo
vemos como nuestro adversario político, sino como el enemigo. Y sentimos odio
hacia ese enemigo. No es alguien que piensa distinto: es el enemigo. No es la
persona con quien podemos dialogar: es el enemigo.
No
sucede sólo en política, aunque es el terreno preferido de nuestros odios. Pero
también nos sucede con nuestras preferencias deportivas o religiosas, con
nuestras ideas sobre los nacionales de otro país o el nativo de otra región,
departamento, provincia, ciudad.
Basta
iniciar alguna conversación con alguien de nuestro entorno y el odio asomará
como una alimaña agazapada en un rincón de nuestros sentimientos y a la que no
podemos controlar porque la desconocemos.
Es verdad
que hay muchos colombianos que tienen razones para odiar, que tienen
justificaciones para el resentimiento. Ellos o alguien cercano a ellos fue
herido, ofendido, maltratado, perseguido, eliminado.
Hay
muchos, muchos colombianos a quienes otros colombianos les quitaron a alguien,
se lo mataron, se lo baldaron, se lo secuestraron, se lo desaparecieron. Hay
muchos colombianos que han sufrido crímenes atroces, imperdonables.
Es
cierto.
Pero
también es cierto que muchas veces odiamos a alguien simplemente porque nos han
dicho que es nuestro enemigo, aunque nosotros no conozcamos a ese alguien ni
sepamos a ciencia cierta quién es, qué hace, cómo piensa, si de verdad hace lo
que nos dicen que hace. Nos lo han dicho y nos lo han repetido sistemáticamente
cada día, todos los días, todas las mañanas. Es lo primero que escuchamos cada
mañana. Y lo último que escuchamos en la noche, antes de dormir.
Nos
han dividido instigando esos odios. Nos han condicionado para ver al otro como
una amenaza. El otro puede ser cualquiera. Basta con que no esté de acuerdo con
nosotros: es peligroso, es el
peligro. Por tanto, debemos eliminarlo. Cualquier otra solución es debilidad,
es correr el riesgo.
Si a
ti te repiten todos los días que tu vecino es una amenaza para ti y para tus
seres amados, terminarás mirando a ese vecino con odio. Si te atreves a
defender a tu vecino porque lo conoces y sabes que es amable y honrado, los que
tienen interés en atizar tu odio terminarán acusándote: tú eres peligroso, tú
te conviertes en el peligro.
Si
ese vecino nos habla de una solución diferente, es un aliado de quien nos
amenaza. Solamente podemos confiar en quien comparte nuestro odio y, en
consecuencia, está de acuerdo con nuestras soluciones radicales: eliminar al
otro.
Juegan
con nuestros sentimientos. Los manipulan. ¿Tú conociste a la Princesa Diana?
¿La trataste, hablaste alguna vez con ella? Seguramente no, pero cuando viste
la noticia de su muerte en un accidente, te dolió: la amabas aun sin conocerla.
¿Dónde aprendiste a amarla?
¿Viste
personalmente alguna vez a Sadam Hussein? ¿Presenciaste lo que hacía, lo que te
dijeron que hacía? ¿Hablaste con él? ¿Siquiera tuviste oportunidad de oírlo
hablar? ¿Dónde aprendiste a odiarlo? No lo recuerdas, pero sentiste un alivio cuando
leíste la noticia de su muerte: esperabas que así vendría la paz. Esa paz nunca
llegó. Quienes encendieron tu odio no pensaban en la paz.
El
odio nos ciega, nos obnubila, no nos permite pensar, reflexionar, analizar. No
oye razones, no ve alternativas. Destrucción, eliminación, guerra total: estos
son sus argumentos inapelables.
Odio
a quien me dicen que es terrorista, aunque yo no lo conozca ni me conste nada
de lo que me dicen de él.
Odio
a quien me dicen que es fascista, aunque yo no lo haya tratado nunca y no pueda
constatar cuáles son sus ideas, sus sentimientos.
Y
aunque el uno o el otro fueran lo que nos dicen que son, ¿qué ganamos con
odiarlos? Tan sólo envenenarnos con más odio.
Odiamos
la tolerancia, la comprensión, la paciencia, la prudencia, el amor. Lo único
que no odiamos es a nuestros odios: nos aferramos a ellos con pasión, con
ferocidad, con todo el odio de que somos capaces. No sabemos que odiamos, pero
odiamos. No somos conscientes de nuestros odios. Así nunca podremos superarlos.
Esto
vale para cualquiera de los bandos en que nos han dividido. El bando A piensa
así del bando B, el bando B piensa así del bando A. No hay entendimiento
posible.
Toda
tentativa de entendimiento es señalada como traición, como engaño: lo que
quiere la persona que nos habla de entendimiento es fortalecer a nuestro
enemigo. Debemos desconfiar. No podemos confiar sino en aquellos que odian
tanto como nosotros.
El
odio es una bola de nieve que rueda y crece sin control. Pero no rueda sola: la
echan a rodar y la impulsan, no pueden permitir que deje de rodar y de crecer.
Ahora
nos hablan de paz. Nos hablan de diálogo. Nos hablan de acuerdos. En seguida
los interesados en la guerra hacen sonar todas las alarmas: mentira, traición,
engaño, no hay acuerdo posible, no hay diálogo que sirva, quienes te hablan de
paz son el enemigo. Callarlos, silenciarlos, desacreditarlos, presentarlos como
enemigos a quienes no debemos cederles un milímetro. Sólo hay que destruirlos.
Para
poder destruirlos hay que torcer sus argumentos, enredar sus palabras,
enmarañar sus discursos.
Debemos
levantar la guardia contra el que es hincha del equipo de fútbol rival del
nuestro.
Contra
el que lee un libro distinto del que nosotros leemos.
Contra
el que habla bien de alguien a quien nosotros odiamos.
Contra
quien defiende un punto de vista que no es el nuestro.
Contra
quien propone una solución distinta de la que nosotros proponemos.
Esta
lista es interminable. Mientras no superemos el odio, nunca podremos derrotar
tantos odios.
Superar
el odio no es asumir una actitud débil, blanda, rosa.
No
es renunciar a la justicia, no es rendirnos al odio del otro.
Desterrar
el odio no es hundirnos en el fango blandengue de la resignación. Por el
contrario, es un acto de afirmación, de auto afirmación. Es ascender de la
emotividad elemental a nuestra condición de seres dotados de un poder superior:
la capacidad de razonar, de pensar en forma clara, coherente. Es asumir
airosamente nuestra condición racional.
No
el racionalismo, sino la racionalidad. Pasar de nuestra animalidad simple a
nuestra complejidad humana. Afirmar nuestra condición propiamente humana y
ejercerla a plenitud. Elevarnos de nuestra animalidad original al humanismo
triunfal.
Con
odio en el corazón es imposible juzgar: sólo se puede odiar. Con odio en el
corazón es imposible encontrar justicia. Con dio en el corazón sólo es posible
pensar en la venganza, y la venganza no es justicia, es odio y genera más odio.
Con
odio en el corazón, con odio en tantos corazones es imposible la paz. Mientras los colombianos no cambiemos, no
tendremos paz. No habrá paz en nuestros corazones. Y con los corazones
inundados de odio, lo único que podemos dar es mas de lo mismo: odio, más odio
y más y más odio.
Si
queremos alcanzar la paz, tenemos que superar nuestros odios. Tenemos que
aprender a odiar nuestros odios. Tenemos que cambiar. Guiados por el odio es
imposible dialogar. Y no hay otro camino.
La
paz comienza con el diálogo y la tolerancia. Pero no termina ahí. Ni siquiera
termina en el acuerdo. El acuerdo será sólo el primer paso. Si los colombianos
no nos liberamos de nuestros odios, ninguna paz será real.
Odiemos
nuestros odios y encontraremos el camino de la paz.
Alfonso
Monsalve Ramírez
alfonso-monsalver@hotmail.com
Blog
Tardes con Alfonso (tardesconalfonso.blogspot.com)
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