(*) Este artículo era el primero de tres de los que sólo se publicaron dos en el medio para el que fueron escritos. Aquí reproduzco el primero, luego vendrá el segundo. El tercero fue publicado como independiente y así será reproducido más adelante.
¿Qué nos dejó la fracasada Revolución
rusa? En primer lugar, un valioso paquete de errores de los que casi siempre se
aprende más que de los aciertos. El error nos obliga a reexaminar los hechos y
a revisar el análisis. En segundo lugar, algunos aciertos que, por deslumbrantes, pueden
llevarnos a pavonearnos por triunfos inmediatos que, más tarde, mostrarán las
equivocaciones reales cometidas bajo el resplandor de la victoria.
El estatismo leninista, inyectado en la
herencia recibida por los jóvenes hegelianos de izquierda que fueron Marx y
Engels, está en la raíz misma del pasmoso derrumbe sucedido setenta años
después de que Lenin proclamó triunfalmente al Estado proletario. Lo que se
impuso fue la visión minoritaria del partido bolchevique (nominalmente mayoritario)
sobre las demás tendencias socialistas que actuaron en esos días y noches
henchidas de fervor revolucionario de noviembre de 1917.
¿Hubiera podido ser de otra manera?
¿Tenían que revelar las contundentes argumentaciones de Lenin sus desviaciones
inherentes internas? ¿Debe acaso darse primero el fracaso para alcanzar la
visión correcta de un proceso tan vivo y tan rico y, por tanto, tan oscilante y
desconcertante como fue aquella Revolución (y como es toda revolución real),
diez días que según John Reed estremecieron al mundo? Naturalmente no. Se
requiere derrotar primero a las obsoletas fuerzas del pasado. Sólo la posterior
práctica de la realidad puede sacar a la luz los errores que oculta el proceso
triunfante. Y sólo una visión más amplia del futuro los detectará anticipadamente,
como ocurrió al mismo Lenin cuando ordenó, en un primer viraje de su estatismo,
la marcha atrás parcial de la Nueva Política Económica, en 1922. Algo tarde,
debido a los azares de la historia: los dos balazos que le disparó Fanya Kaplan
y, una vez acaecida su muerte prematura, la otra visión, la encajonada, la de miope
alcance de Stalin.
Una revolución histórica no es un fino
juego de bridge ni una fiesta de vistosas danzas. Es un sacudimiento total de
la sociedad para arrojar los estorbos interpuestos por el pasado, a la vez que intenta
crear un nuevo orden que permita la eclosión de iniciativas y ensayos renovadores.
Y es un proceso mucho más largo que los
deseos humanos de renovación. Cien años hacia atrás, para sacar todas las enseñanzas
de la historia. Cien años hacia adelante para alcanzar la visión del nuevo
panorama histórico.
¿Quiénes perfilan hoy esa visión? Los
trabajadores asalariados de los países más desarrollados del capitalismo. Sin
expropiaciones ni confiscaciones depredadoras, ellos están creando y
desarrollando sus propias empresas, el nuevo aparato productivo que sustituirá
al capitalista, embrollado en sus crisis, cada vez más devastadoras, y en la
insoportable concentración de la riqueza que pasma hasta a los más enterados de
la realidad económica mundial.
Cien años más. Y el futuro será el
presente, porque ya comenzó.
alfonsomonsalve.personal@gmail.com
Cumbayá,
noviembre 12 de 2017
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