Herencias de los primeros cien años de socialismo marxista leninista. (2) (*)

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Estatismo filosófico marxista
Las “herencias” a que me referí en mi primera nota sobre este tema (Nov. 12/2017), podrían catalogarse como las de la praxis o pragmática revolucionaria, básicamente leninista. Intentaré señalar algunas de las que podrían clasificarse como filosóficas, sustancialmente marxistas.
Posiblemente no se puede comprender cabalmente el pensamiento de Marx si no se lo enmarca, antes incluso que en cualquier ideología o filosofía, en su visión del mundo, su cosmovisión. Este componente del pensamiento marxista no se tiene en cuenta en la concepción elemental economicista difundida masivamente tras el derrumbe del socialismo soviético por el gran aparato de “medios de comunicación” del capitalismo, su principal adversario histórico, político, social y vital.
Me refiero a la preocupación central marxista, casi obsesiva, eje de esa cosmovisión: la liberación definitiva del trabajo humano como requisito para que sea posible la realización vital plena de la especie humana sobre la Tierra. Este núcleo del pensamiento marxista es tan abarcador que pueden atribuírsele incluso algunos de los errores en que incurre Marx.
Me limito a los más protuberantes. Primer gran tropiezo conceptual de Marx: la función determinante del Estado como actor central de toda la vida social. Evidentemente derivada de su admiración por ese otro pensador gigante, Federico Hegel, quien dedicó gran esfuerzo para determinar la función del Estado en el desarrollo de la sociedad humana, hasta identificarlo con el concepto filosófico del Espíritu (identidad imposible de sintetizar en un par de renglones).
De esta afiliación al pensamiento hegeliano proviene el segundo y posiblemente mayor error del pensamiento marxista (gemelo del de Engels): el llamamiento en el Manifiesto Comunista, a apropiarse de las empresas capitalistas por parte de los obreros revolucionarios, comunistas, para entregarlas al Estado proletario a fin de que fuesen los trabajadores los encargados de construir, a partir de esa expropiación universal, la nueva sociedad socialista. Sabemos en qué terminó: la destrucción del aparato productivo ruso, lo mismo que más tarde, del cubano, y, en general en los países de lo que se denominó el “campo socialista”, guiados todos por la misma “doctrina” marxista.
De estas grandes desviaciones se desprenden otras menos evidentes pero igualmente inauditas, como la de calificar de socialistas a esos esperpentos históricos cuya más exacta visualización son los gigantescos alineamientos militarescos en las plazas de Pyonyang y otros ejemplos que a lo único que pueden compararse es a las impecables formaciones del nazismo hitleriano con sus rígidos brazos enhiestos en saludo al führer.

Es el momento de pasar de los grandes errores a los grandes aciertos.


Alfonso Monsalve Ramírez
alfonsomonsalve.personal@gmail.com


Herencias de los primeros cien años de socialismo marxista leninista. (1) *

(*) Este artículo era el primero de tres de los que sólo se publicaron dos en el medio para el que fueron escritos. Aquí reproduzco el primero, luego vendrá el segundo. El tercero fue publicado como independiente y así será reproducido más adelante.

¿Qué nos dejó la fracasada Revolución rusa? En primer lugar, un valioso paquete de errores de los que casi siempre se aprende más que de los aciertos. El error nos obliga a reexaminar los hechos y a revisar el análisis. En segundo lugar, algunos  aciertos que, por deslumbrantes, pueden llevarnos a pavonearnos por triunfos inmediatos que, más tarde, mostrarán las equivocaciones reales cometidas bajo el resplandor de la victoria.
El estatismo leninista, inyectado en la herencia recibida por los jóvenes hegelianos de izquierda que fueron Marx y Engels, está en la raíz misma del pasmoso derrumbe sucedido setenta años después de que Lenin proclamó triunfalmente al Estado proletario. Lo que se impuso fue la visión minoritaria del partido bolchevique (nominalmente mayoritario) sobre las demás tendencias socialistas que actuaron en esos días y noches henchidas de fervor revolucionario de noviembre de 1917.
¿Hubiera podido ser de otra manera? ¿Tenían que revelar las contundentes argumentaciones de Lenin sus desviaciones inherentes internas? ¿Debe acaso darse primero el fracaso para alcanzar la visión correcta de un proceso tan vivo y tan rico y, por tanto, tan oscilante y desconcertante como fue aquella Revolución (y como es toda revolución real), diez días que según John Reed estremecieron al mundo? Naturalmente no. Se requiere derrotar primero a las obsoletas fuerzas del pasado. Sólo la posterior práctica de la realidad puede sacar a la luz los errores que oculta el proceso triunfante. Y sólo una visión más amplia del futuro los detectará anticipadamente, como ocurrió al mismo Lenin cuando ordenó, en un primer viraje de su estatismo, la marcha atrás parcial de la Nueva Política Económica, en 1922. Algo tarde, debido a los azares de la historia: los dos balazos que le disparó Fanya Kaplan y, una vez acaecida su muerte prematura, la otra visión, la encajonada, la de miope alcance de Stalin.
Una revolución histórica no es un fino juego de bridge ni una fiesta de vistosas danzas. Es un sacudimiento total de la sociedad para arrojar los estorbos interpuestos por el pasado, a la vez que intenta crear un nuevo orden que permita la eclosión de iniciativas y ensayos renovadores.
Y es un proceso mucho más largo que los deseos humanos de renovación. Cien años hacia atrás, para sacar todas las enseñanzas de la historia. Cien años hacia adelante para alcanzar la visión del nuevo panorama histórico.
¿Quiénes perfilan hoy esa visión? Los trabajadores asalariados de los países más desarrollados del capitalismo. Sin expropiaciones ni confiscaciones depredadoras, ellos están creando y desarrollando sus propias empresas, el nuevo aparato productivo que sustituirá al capitalista, embrollado en sus crisis, cada vez más devastadoras, y en la insoportable concentración de la riqueza que pasma hasta a los más enterados de la realidad económica mundial.
Cien años más. Y el futuro será el presente, porque ya comenzó.

 Alfonso Monsalve Ramírez
alfonsomonsalve.personal@gmail.com

Cumbayá, noviembre 12 de 2017




Público, privado o independiente

Hace algunos días dos comentaristas editoriales de El Telégrafo, Werner Vásquez (10, 01, 2018) y Santiago Roldós (14, 01, 2018) coincidieron en señalar los vericuetos de lo que interpretamos cuando hablamos de “lo público” y “lo privado”. Es la inercia de la costumbre respaldada por definiciones de trasnochados diccionarios y los vicios que se incuban en discusiones interminables en las salas de redacción de los medios de comunicación.
Vásquez, tras de señalar cómo “se fue construyendo un imaginario confuso de lo público”, concluye que la academia “ha contribuido a reducir lo público a lo estatal y lo gubernamental”. Roldós opina que “los medios públicos solo podrán serlo en confrontación y crítica con el statu quo, no como dádiva de patriarca o mandatario alguno”.
Cabe desglosar aún más conceptos de un pasado que rápidamente va quedando atrás. Ciertamente, lo público no es lo mismo que lo estatal ni lo gubernamental, ni el concepto de Estado puede definirse de una vez por todas. Más prudente referirnos a lo que ha llegado a ser cada una de estas categorías.
Las monumentales cantidades y variedades de productos que la eclosión de nuevas tecnologías lanza al mercado mundial, ha transformado al Estado en insaciable maquinaria de concentración de recursos económicos y funciones burocráticas, argumentando siempre la satisfacción de sus gobernados.
Lo privado tampoco se reduce a la empresa productiva capitalista. Hoy existen esencialmente dos clases de empresa privada. La predominante es la que se especializó en el manejo y la acumulación del dinero, aunque no conlleve la producción de producto o bien de consumo alguno. Capitalismo financiero amo de nuestro mundo, su espacio natural son los bancos, bolsas de valores y empresas especializadas en “mover el dinero” sin producir bienes de consumo reales.
Y la que continúa ofreciendo productos reales requeridos por la sociedad, la “economía real”, cada día más en conflicto con la primera. Cercana a ella, ha aparecido una nueva forma de empresa: la empresa privada de los trabajadores. De manera que la división tajante entre lo público y lo privado corresponde a un pasado que se distancia cada día más del mundo actual y del futuro.
Este es el entorno donde se ejercen la comunicación y la información. El comunicador, el periodista de hoy debe diferenciar esta nueva realidad. No es sencillo escribir para un medio que todavía se clasifica a sí mismo como “público” –está en su derecho– aunque sea en realidad vocero de un sector que censura lo que convenga a su verdadero propietario – el Estado o cualquiera de sus expresiones en el mar real de la política y sus reales intereses.
El comunicador, el periodista no puede ser ni público ni privado: tiene que ser independiente, aún de la línea editorial del medio donde publica, respetuo mutuo incluído. Si pierde ese horizonte, su función social se extingue, diluyéndose en reclamaciones particulares de algún grupo social.
Periodista indepediente. Comprendida en su profunda dimensión, esta es hoy más que nunca la verdadera justificación de la comunicación social.

 Alfonso Monsalve Ramírez
alfonsomonsalve.personal@gmailcom

Cumbayá, febrero 10 de 2018