¿Qué es la paz?

Yo no sé qué es la paz. Ningún colombiano de mi generación ni de dos generaciones anteriores –padres y abuelos– o de dos generaciones posteriores –hijos y nietos–  sabemos qué es la paz. Nacimos, crecimos, nos educamos y aprendimos a trabajar sin saber qué es la paz.
Por fortuna tampoco sabemos qué es la guerra… ¿acaso esto que estamos viviendo no es una guerra?
No, es el conflicto. El conflicto armado, la guerra no declarada pero sí llevada a cabo día a día en los campos colombianos y en los suburbios urbanos colombianos, y que llegó a treparse hasta a las más exclusivas urbanizaciones cerradas de las urbes colombianas.
El colombiano, la colombiana de hoy no sabe qué es la paz ni qué es la guerra, pero sabe lo que es la zozobra cotidiana a las seis de la mañana cuando se prepara para salir al trabajo, y mientras él se afeita o ella se maquilla los labios, escucha los radio noticieros y los tele noticieros que repiten las cifras de una contabilidad nacional monstruosa: tantos muertos allá, tantos dados de baja acá, tantas emboscadas, tantos operativos, tantos desaparecidos, tantos mutilados, tantos secuestrados, tantos capturados, tantas víctimas, anoche mismo tantos accidentes, tantos delitos, tantos robos, tanta violencia, tanto miedo, tanto rencor, tanto odio, tantas ganas de no más tantos y tantos y tantos muertos, heridos, detenidos, investigados, muertos, heridos, detenidos, investigados, muertos…
Repita usted los párrafos anteriores todas las veces que quiera y tendrá la historia de varias generaciones de colombianos. Esto no es paz, esto no es vida. Pero tampoco es guerra. Es violencia, es terrorismo y es represión, es el conflicto. Y esta es la imagen de Colombia y de los colombianos que proyectan al mundo los radio noticieros y los tele noticieros colombianos, contradiciendo la que intentan crear esos mismos medios con campañas de publicidad bastante cursis, por cierto.
Sin embargo, si no vives en Colombia y, venciendo el miedo y las prevenciones contra los terribles y violentos colombianos, vas a ese país, si eres extranjero que quiere conocerlo a pesar de todo, al pisar suelo colombiano te darás en las narices con una realidad bien diferente: la gente no te habla de eso. La gente no se interesa por eso. Verás multitudes de personas que van presurosas a trabajar, que están en sus oficinas o en sus talleres o en sus fábricas o en sus tiendas y que, al mismo tiempo que trabajan, están celebrando el mejor gol y la victoria ciclística y el triunfo de la cantante y la gira del cantautor…
La gente colombiana está en otra cosa. Está en su trabajo, en su estudio, en su gimnasia, en su laboratorio, en su rebusque, en su farra, en su risa y en su despreocupación. Uno entiende, viviendo fuera de la patria, la sorpresa de los arriesgados turistas que, al regresar de Colombia, te comentan  invariablemente: ¡Qué país! ¡ ¡Qué gente! ¡ Qué amabilidad! ¡Qué alegría! ¡Qué cortesía! ¡Qué trabajadores! ¡Qué emprendedores!
Y a renglón seguido, la pregunta: ¿Dónde está la violencia? ¿Dónde está el terrorismo? ¿Dónde está el conflicto? No vimos nada parecido en ninguna parte…
Entonces, ¿viven los colombianos viven en paz?
Sí y no. No están en guerra pero tienen el conflicto. No están en paz pero trabajan y se ríen y no quieren saber nada de el conflicto. Cada colombiano trata de resolver su problema como puede: trabajando, esforzándose, rebuscando… el rebusque es una institución colombiana. Consiste en no desesperarse pero tampoco esperar más, no protestar, no pedir, no creer en nadie más que en sí mismos y salir a la calle a ver cómo se consigue algo para el diario sustento: ese algo puede ser legítimo o ilegítimo, legal o ilegal. Vender empanadas o robar celulares, hacer mandados o engañar a ingenuos, cantar en un bus o disparar desde una moto, lo que sea, lo que caiga, dicen los colombianos. Pero acudir a alguien, creerle a los profetas o a los predicadores, a los políticos… ¡a los políticos!, eso no. Ahí está la abstención electoral…
Esta vez, a pesar de todo, parece que estamos cerca de acabar con el conflicto. Esto es lo que vamos a alcanzar: lo que va a alcanzar este gobierno. No más, no menos: ponerle fin al conflicto. Y así quitarles –¡tal vez! ¡Dios lo quiera! ¡Crucemos los dedos!– quitarles este sambenito a los medios que viven del conflicto y para el conflicto. Y forzarlos a cambiar de tema a sus respectivos “entrevistados”, sus repetitivos “expertos en la materia”, sus consabidos “voceros autorizados”, sus sempiternos “analistas políticos”.
Si terminamos el conflicto, ¿desaparecerán? ¿nos dejarán vivir, por fin, en paz? ¡Quién sabe! ¿Vamos a conocer la paz? ¡Quién sabe!
Estamos formados, educados, condicionados para esperarlo todo “de arriba”. Ese “arriba” puede ser el cielo, puede ser el gobierno, puede ser el Estado, puede ser la gerente, puede ser el patrón. Ellos deben darnos todo lo que necesitamos. Contra esa formación mendicante, contra esa “educación” rodillona, los colombianos han aprendido otra cosa: nada viene de arriba, nada nos cae del cielo. Todo nos lo tenemos que dar y nos lo damos nosotros mismos.
La paz también tendremos que hacerla nosotros, el pueblo, o no será la paz. ¿Quién es el pueblo? Yo tengo mi definición: el pueblo somos todos los que vivimos solamente de nuestro trabajo porque no tenemos otra forma de vivir, no disponemos de otros medios para buscar nuestro sustento y el de nuestras familias. Esto es el pueblo. Y este pueblo también está tomando en sus manos la tarea de alcanzar la paz. Con acciones y con iniciativas, con sus mentes y con sus manos están haciendo la paz. No, no aparecen en los noticieros de televisión de las seis de la mañana ni del mediodía ni por la noche. Estas son buenas noticias y las buenas noticias no venden espacios en la prensa ni en la radio ni en la televisión. Lo que vende espacios en esos medios es la sangre, la crónica roja, la violencia, y el sexo, y la corrupción, y el miedo y el engaño: ¡lo que Dios quiera!
Compruébalo tú mismo: por donde quiera que vayas, en formación paralela a los que sólo buscan la solución para conseguir “lo del diario”, encontrarás personas, grupos, organizaciones, iniciativas por aquí y por allá trabajando por la paz.
Claro, no han desaparecido los agoreros del desastre, los que dan declaraciones tenebrosas en los tele noticieros y radio noticieros y diarios y revistas. Ustedes los conocen, saben quiénes son y de quiénes estamos hablando: están por la guerra, por el odio, por la venganza. Ignorémoslos, desoigámolos, no los veamos, no los escuchemos. Que rumien a solas sus rencores.
Y que el Estado firme el acuerdo. Nosotros, el pueblo colombiano, hagamos la paz.

Cumbayá, agosto 25 de 2014.


Curuchupismo

El recuerdo más vivo que tengo de España es, seguramente, el conocimiento, en Granada, de esa joya histórica que es La Alhambra, cofre suntuoso de arte morisco, exuberante de amor a la belleza, a la vida, a la alegría de vivir. Y luego, inesperadamente, la brusca impresión cuando, en el centro de esa maravilla, tropecé con el inmenso pegote, pesado, sombrío, lleno de sentimientos de yo pecador, construido por Carlos V, monumental como construcción pero terrorífico como concepción de la vida y de la existencia.
Algún tiempo después, leyendo el Anticristo[1] de Nietzche, ese recuerdo me llevó a identificarme profundamente con sus palabras:
«El cristianismo desacreditó los frutos de la cultura antigua, y más tarde desacreditó los frutos de la cultura islámica. La maravillosa cultura morisca en España… fue aplastada». (106).
En estos días, volviendo a ver la serie de televisión Los Borgia y en particular la proclamación de César Borgia como pontífice de la Iglesia cristiana, vinieron a mi mente otros párrafos del mismo texto nietzcheano (los subrayados son del autor):
«¿Se comprende, se está dispuesto a comprender, por fin, qué cosa fue el Renacimiento? Fue la transmutación de los valores cristianos, la tentativa emprendida por todos los medios, apelando a todos los instintos, a todo el genio, de llevar a su plenitud los valores contrarios, los valores aristocráticos… Atacar en el punto decisivo, en la propia sede del cristianismo, y entronizar en ella los valores aristocráticos, esto es, injertarlos en los instintos, en las más soterradas necesidades y apetencias de sus ocupantes… Percibo una posibilidad henchida de inefable encanto y sugestión: dijérase que rutila con todos los estremecimientos de refinada belleza; que opera en ella un arte tan divino, tan diabólicamente divino, que en vano se recorren milenios en busca de otra posibilidad semejante. Percibo un espectáculo tan pleno de significación a la vez que maravillosamente paradojal, que todas las divinidades del Olimpo hubieran tenido un motivo para prorrumpir en una risa inmortal: Cesare Borgia como papa… ¿Se me comprende?… ¿Qué ocurrió? Un monje alemán llamado Lutero vino a Roma. Este monje, aquejado de todos los instintos rencorosos del sacerdote fallido, se sublevó en Roma contra el Renacimiento… Lutero denunció la corrupción del papado, cuando era harto evidente todo lo contrario, o sea, que la antigua corrupción, el pecado original, el cristianismo, ya no ocupaba el solio pontificio. ¡Sino la vida!; ¡El triunfo de la vida!; ¡el magno sí a todas las cosas sublimes y audaces…! Y Lutero restauró la Iglesia, atacándola… ¡El Renacimiento, un acontecimiento sin sentido, un esfuerzo fallido!…». (108-109).
En la visión de Nietzche, la Reforma luterana, en la medida en que rescató al decadente cristianismo,  termina acusada de frustrar, de anular la luminosa transformación que prometía el pleno desenvolvimiento del Renacimiento.
Pienso en todo esto mientras veo la televisión colombiana, y contemplo con espanto la propagación de ademanes y gesticulaciones impuestos por la mil  y una sectas religiosas cristianas, seudo cristianas y anti cristianas que han invadido no sólo a mi patria, sino a continentes enteros. No hay celebración o ceremonia o discurso o espectáculo en que falte la acción de gracias “al de arriba”, es Él quien permitió el gol de la victoria de un partido de fútbol o el premio a la cantante en un concurso juvenil o la elección del político que promete la felicidad para todos o simplemente la emoción ingenua de la madre pobre a quien le anuncian que las autoridades llevarán algunos galones de agua hasta su abandonada choza campesina, en fin, y el rito televisado y la comunidad monástica en el programa de humor y las declaraciones episcopales que imprecan por el arrepentimiento y el perdón, todo, todo, todo se lo debemos al Cielo, nosotros los humanos no valemos nada, no somos nada, nuestro esfuerzo no nos pertenece, no vale, no cuenta, somos simples criaturas sin significación alguna, debemos humillarnos y agradecer de rodillas y entornar la mirada lacrimosa a lo alto, aplastar nuestro amor propio, pisotear nuestra auto estima pues todo lo debemos al cielo, a lo distante, a lo invisible, a lo que no compredemos ni debemos osar comprender, gracias, gracias, yo pecador me inculpo, me doblego, me flagelo…
No puedo menos que hacer mi propia invocación de esa otra visión erguida, altiva, plena de fuerza y de verdad:
«No es posible adornar y engalanar al cristianismo; ha librado una guerra a muerte contra este tipo humano superior… el hombre pletórico como el hombre típicamente reprobable, como el “réprobo”. El cristianismo ha encarnado la defensa de todos los débiles, bajos y malogrados; ha hecho un ideal del repudio de los instintos de conservación de la vida pletórica; ha echado a perder hasta la razón inherente a los hombres intelectuales más potentes, enseñando a sentir los más altos valores de la espiritualidad como pecado, extravío y tentación» (23-24). «La Iglesia cristiana ha contagiado su corrupción a todas las cosas; ha hecho de todo valor un sinvalor, de toda verdad una mentira y de toda probidad una falsía de alma… ¡Con el gusano roedor del pecado, por ejemplo, la Iglesia ha obsesionado a la humanidad!… son su ideal de anemia, de “santidad”, chupa toda sangre, todo amor, toda esperanza en la vida; el más allá como voluntad de negación de toda realidad…». (109-110)
Da tristeza ver tanto golpe de pecho y tanta beatería como estilo de vida de mi país, pero sobre todo dan ganas de asomarse a la ventana del mundo y gritar a pulmón abierto: ¡No, por favor no, no todos los colombianos somos curuchupas!
Curuchupa: sabrosa expresión ideada por el ingenio ecuatoriano, no sé si su etimología esté relacionada con cura y con chupar –¿curu-chupa, chupacuras?–, para nombrar al mojigato, al beato rezandero de mirada oblicua, ese personaje eternizado por Moliére en su Tartufo, que traza a cada instante la señal del exorcismo purificador sobre su frente, seguramente para espantar sus malos pensamientos, es decir, sus mejores pensamientos, su burbujeante lujuria, sus fantasías sexuales reprimidas, su tendencia a la orgía, sus indomables instintos inhibidos que hacen catarsis en actos de sicariato, de paramilitarismo, de fundamentalismo intolerante y criminal precedidos de una ferviente invocación religiosa.

Cumbayá, agosto 14 de 2014


[1] Friedrich Nietzche, El Anticristo / Cómo se filosofa a martillazos, Biblioteca Edaf, 7ª ed., Buenos Aires, 2001. Obra por cierto de título equívoco, puesto que el Anticristo no es el autor, como puede pensarse, sino la Iglesia, a la que atribuye la distorsión de los valores rescatables del cristianismo.

Aislar a Israel, impulsar el diálogo

Con el pretexto del asesinato de tres jóvenes israelitas en territorio palestino, el gobierno de Israel lanzó a comienzos de julio la ofensiva más descomunal que hayamos visto hasta ahora contra los habitantes de la Franja de Gaza, sin discriminar población civil, mujeres, niños, culpables o inocentes, sino con el objetivo confeso de arrasar de una vez por todas con la nación palestina.
Pretendiendo doblegar la resistencia heroica de este pequeño conglomerado humano y forzar la aceptación de la comunidad internacional, el gobierno Israelí logró exactamente lo contrario. Odio a “los judíos”, así, en general, sin diferenciar tampoco ni aceptar matices: odio a Israel es lo que se ha expresado a lo largo y ancho del mapamundi, en tanto que la agresión genocida ha sido condenada como deber ser, enérgicamente, y rechazada sin más consideraciones.
Esto, sin embargo, no debe interpretarse como un apoyo a Hamás. Lo que este movimiento representa es el ciego fanatismo ideológico y religioso islámico. Ocultar la parte de culpabilidad que le corresponde no puede confundirse con firmeza ideológica ni con fidelidad política a la causa palestina. Sin aprobar el cinismo sin límites de Netanyahu que señala a Hamás como único culpable de las más de 250 muertes y de tanta ruina y destrucción causadas, la responsabilidad de las dos partes se reparte proporcionalmente.
Estas posiciones conciliatorias no son aceptables para muchos. Nos hemos educado en una concepción errónea que confunde entereza moral, ideológica y política, con intransigencia y con intolerancia. Según esta pedagogía, debemos definirnos inequívocamente, sí, sí o no, no: como Cristo nos enseñó. El que no está conmigo está contra mí. Al tibio Dios lo arroja de su boca. En consecuencia, toda conciliación es entreguismo y debilidad ética.
Nada más equivocado que esta inflexibilidad, raíz de todos los fundamentalismos, los fanatismos, la intolerancia y, en último término, de las guerras. El equilibrio, la justeza nunca está en los extremos. Si yo me sitúo en una posición inmodificable, no necesariamente estoy siendo firme. Es más probable que caiga en la obnubilación y la incomprensión de la realidad.
El justo medio entre el blanco y el negro no es el gris: es la diversidad de la visión multicolor. El equilibrio entre la vida y la muerte no es una paralizante inactividad para eludir el riesgo, sino ejercer a plenitud la aventura de la acción. Entre el amor y el odio hay muchos matices sentimentales pero si aspiramos a no cegarnos por la pasión el punto de acuerdo no es la indiferencia sino la comprensión.
La conflictividad humana completamente natural no se resuelve apegándose a uno de los extremos sino dando pasos paulatinos de acercamiento al contrario: esto es el diálogo que hace posibe encontrar un espacio común para la interacción creadora, productiva, constructiva, para la cooperación.
Vivimos, se ha dicho, en la sociedad de la comunicación, cuyo motor es el diálogo, el intercambio inteligente de puntos de vista distintos. No son pocas las voces que en esta ocasión han reclamando el diálogo civilizado, propiciador de la paz. Destaco una, la del maestro director de orquesta Daniel Barenboim, de estirpe judía. Con la moderación que lo caracteriza, con la serenidad de la sabiduría que otorga la experiencia, ha condenado tanto la salvaje agresión israelita como el desenfreno ciego de Hamás, y ha propuesto como sustituto el diálogo. No lo hace solamente por convicción académica ni por prédica doctrinaria, sino porque él lo ha practicado prudente y exitosamente entre los miembros de su Orquesta: es preciosa su narración de algunos casos en que sus músicos, entre quienes hay radicales diferencias de nacionalidades, de credos y de convicciones ideológicas, han tenido que decidir si aceptaban tocar sus instrumentos lado al lado con el adversario. Los conflictos se han resuelto como debía ser, dialogando hasta llegar a la acción común, madura y solidaria.
Valioso y fecundo mensaje para tantos casos que vivimos hoy en donde el conflicto violento y el enfrentamiento irreductible debe sustituirse por el diálogo racional y civilizado. Es lo que vive Colombia, con los diálogos para poner fin a medio siglo de barbarie, de intolerancia y de la polarización resultante que parecería imposible de superar.
No es así. Llegaremos a comprender que el diálogo no es fácil, pero es la única posibilidad que nos queda. Aceptaremos finalmente la realidad elemental de que, lógicamente, no se dialoga entre amigos sino entre adversarios que se han mirado siempre desde el odio, la irracionalidad, la intransigencia y el apasionamiento ciego. Y que ahora tienen que tenderse la mano. No, no es un diálogo fácil. Todo lo contrario, empedrado por dificultades, la menor de las cuales no es el interés que tienen algunos de los agentes del conflicto en que este no termine y deliberadamente sabotean las negociaciones.
También aquí es indispensable entender que no se dialoga para validar los procedimientos del adversario, sino para abandonarlos, ambos. Ni la equivocada vía escogida por las FARC sustituyendo el apoyo popular por el chantaje del secuestro y todas sus secuelas, ni la condenable respuesta del Estado involucrándose en el sicariato, el paramilitarismo y el fundamentalismo inquisitorial con todo sus horrores.
Volviendo al caso Israel – Gaza, el diálogo también necesita acciones que lo impulsen: de hecho se han acordado treguas que se violan. Hay que presionar el diálogo sin hacerle el juego a la violencia, sino mediante movilizaciones masivas pero pacíficas, cívicas y civilizadas.
Un paso necesario es aislar al agresor, a Israel.
Dejar de comprar sus productos y sus marcas; ya se ha logrado algo en este terreno.
Dejar de hablar y de escuchar a israelitas o judíos, sin discriminar si es inocente o culpable, como lo ha hecho Israel.
Dejar de leer, ver y escuchar medios de comunicación partidarios de Israel.
Dejar de asistir a establecimientos comerciales, tiendas, restaurantes, sitios de esparcimiento de israelitas.
Aislar a Israel, sin ninguna forma de violencia, para presionar el diálogo y para imponer la paz en el Medio Oriente.
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Para complementar: Pedir la revocatoria del Premio Nobel de Paz al Presidente Barack Obama…

Cumbayá, agosto 7 de 2014