Acabo de dejar una fiesta… ¡Qué fiesta! Tuve que dejarla
porque ya no daba más. Hubo de todo, desde la expectativa inicial habitual
cuando no se conoce a todos los invitados, y a partir de allí, diversión, mucha
diversión hasta la risa, hasta las carcajadas, sorpresas –¿quién es este
personaje que pasa por ahí y desaparece, como esfumándose? ¿éste otro es el que
conozco de nombre pero no personalmente o el que tanto figura en los medios?–,
molestia porque no faltaron las opiniones desfachatadas manifestadas al calor
de la desinhibición que propicia la embriaguez o los relatos trágicos,
horrendos, admiración, vibrante emoción porque hubo momentos en los que el tema
era la belleza o el arte expresados con palabra magistral, en fin, una señora
fiesta. En realidad, una orgía, ¡una verdadera orgía!
Cuando salí porque (pensaba yo) ya era hora, me di cuenta de
que la parranda iba para largo, continuaba, allá adentro volvía a comenzar…
Todo empezó por mi glotonería incurable. Soy incapaz de
controlarme si lo que se ofrece es uno de mis platos preferidos, por ejemplo
(que fue el caso en esta ocasión), calamares en su tinta. Resultó que no hubo
los esperados calamares, que me encantan, no encontré un solo calamar aunque sí
mucha tinta. Pero qué sabrosa tinta… ¡y muchos malabares! En lugar de los
calamares esperados, malabares, muchos malabares. ¿Como así?
Sucedió que el chef o el cocinero resultó ser un bromista bien
conocido, buen amigo y experto en eso, en malabares, en toda clase de
malabares… ¡con las palabras, con la ideas, con las acrobacias orales o
musicales o mentales, con alardes de contorsionismo gastronómico… ¡verbal! Iván
Egüez… ¡ah, Iván!: Malabares en su tinta.
¡Qué orgía! Malabares en
su tinta es una orgía del lenguaje. Un despliegue de ingenio, de recursos
para atrapar al lector y abusar de él pero en la forma en que a todos nos gusta
ser abusados, engañados con alardes de prestidigitación con las palabras, con
la ironía o con la astucia para engancharnos en los relatos de historias sin
fin de modo que no podemos dejar de seguir y seguir para ver qué pasa o qué
pasó o qué va a pasar, con la intriga o simplemente con la gracia o la falta de
gracia o la desgracia de la expresión, pero de una expresión tan coloquial y tan
natural y a la vez tan picaresca e insinuante como la que encadena regocijados durante
horas a un grupo de amigos en un café o en un bar o en un restaurante quiteño,
de esos que ya no se encuentran sino en viejas fotografías o en las crónicas
con las que los viejos quiteños se solazan alrededor de un vaso de cerveza o de
unas copas de vino o simplemente de un pocillo de café con empanadas de morocho
o de viento, en alguno de esos pocos rincones que todavía pueden visitarse en
el precioso centro histórico de esta carita de Dios que es Quito.
Una orgía del lenguaje. Esto es centralmente esta novela de
Iván Egüez, una obra exquisitamente trabajada con la pericia del chef o del
maestro cocinero que ama su oficio, con ese amor y con esa pasión con las que
elige cada uno de los ingredientes paseándose por los mercados como si
estuviera escogiendo joyas para engastarlas en algún precioso aderezo
Malabares en su tinta
es mucho más que juegos de palabras. Es un escape deliberado y bien calculado
de una realidad hastiada por el asedio de la mediocridad erigida en modelo de
vida y el engaño calculado para capturar un voto aquí o un billete allá, por la
politiquería y la avaricia y la deshonestidad y la agresión y el delito y el
crimen político en un panorama sin horizontes para mentes y corazones que en la
enardecida fogosidad de la juventud llegaron a soñar con transformar este mundo
en un paisaje cultural tan refrescante y vitalizador como el entorno natural rebosante de verdor y de
oxígeno y de trinos y de atardeceres multicolores que es el escenario de
ensoñación de este país ecuatorial, ecuatoriano.
Egüez decide en un momento dado apartarse de esa realidad
frustrante y construir su propio universo, con sus propias delicias y sus
propios horrores pero exclusivo, hecho para deambular por él divagando en sus
propias peripecias, con medidas y dimensiones decididas por él para hundirse y
hundirnos en ese mundo paralelo y reírse a sus anchas de todo, de lo real y de
lo soñado, de lo grato y de lo indignante, de lo serio y de lo ridículo, del
amor y del desamor, de la ilusión y del desengaño, todo convertido en juguete
magnífico para mantener a raya a la realidad real, la inaceptable, y para
entregarlo luego a los demás en una invitación a eso, a la diversión, a la
burla inofensiva o a la ofensiva y al calambur sarcástico, al salto mortal del
trapecista dueño de su arte y al aterrizaje final victorioso con una venia ante
su público hipnotizado que no sabe a qué horas este malabarista incorregible lo
atrapó en las coordenadas de ese mundo de asombro y de deslumbramiento del
cual, al terminar la lectura, tenemos que regresar a la inescapable realidad, el
eterno retorno a la cotidianidad sin remedio en que nos hundimos cada noche sin
esperanzas redentoras.
Las revoluciones de la realidad, ineludibles pero frustrantes,
frustrantes pero ineludibles, dejan estelas de soñadores derrotados: de hijos de la luna que no son otra cosa
que lunáticos lúcidos, extraviados en la obviedad de la realidad, de lo que
manoseamos todos los días como realidad. De estos, buena parte encuentra asilo
político en las realidades paralelas que construye su imaginación bajo los
ropajes del arte. La pintura, la música, la literatura. La ilusión de estar
inventando historias o figuras por el impulso elemental de la inspiración es,
como toda ilusión, un engaño, con frecuencia un auto engaño. No hay invención,
no se inventa nada, en el sentido riguroso del término: hallar algo inesperado
y asumirlo como propio, como hijo adoptado. No se inventa: se exhala. Estos creadores
que han poblado la vida con sus obras y a quienes rendimos culto por su oficio,
son héroes de la realidad, frustrados cuando no logran transformarla como
corporización de sus sueños recónditos, de sus recovecos emocionales. Entonces
es cuando deciden abandonar esa realidad terca, tozuda, que no se deja moldear
según su ilusiones de transformadores fracasados, y se dedican a la tarea
demiúrgica de edificar universos gemelos construidos a su imagen y semejanza.
La profesora de arte Teresa Camps nos abre esta perspectiva de
comprensión de la creación artística, a propósito de la obra de Cézanne:
precisamente de Cezanne, y ya encontrarán por qué lo digo. Escribe: «Sobre la
tela blanca nada existe con anterioridad al gesto y a la voluntad del pintor». Es
la Nada. A partir de esa Nada, el artista inicia su Creación: «Hará falta
establecer un orden, decidir sobre el plano las líneas que configurarán la
trama estructural y, después establecer el orden y la relación de los valores
colocados sobre la superficie. A estas operaciones Cézanne les dio nombre: “construir”
a través de líneas y “modular” mediante el color. Es evidente –añade– que este
nuevo proceso sitúa la pintura no como un acto de reproducción más o menos
acertada de la realidad que sirve de modelo, sino que lo hace en un espacio
propio, aquel que actúa de soporte de la pintura sin servidumbres respecto del
modelo… Se trata de liberar a la pintura de las limitaciones que impone el
modelo, ya sea la realidad natural, humana o sobrenatural. Se trata también de
dar al pintor toda la responsabilidad de su decisión sobre el hecho pictórico…»
Pienso que esta concepción del trabajo del pintor puede
hacerse extensiva sin violentar nada a toda creación artística, auténticamente
artística. A la música auténticamente música, arte, creación, no clonación de
sonidos percibidos de la realidad. A la poesía, a la danza, a la tragedia, a la
comedia, al drama, al cine cuando son verdadero arte.
De manera especial a la novela. Hoy cuando las editoriales de
éxito son aquellas que pretenden llenar nuestras bibliotecas con esos clones,
esos calcos en los que se nos presenta como creación de arte el simple vaciado
en plastilina de una ciudad cambiándole los nombres de las calles para
ofrecérnoslo como construcción original del “novelista”, y al personaje
ostensiblemente identificable, Alfonso Monsalve Ramírez pasando a ser Alonso
Morales Ramos, ¡oh ingeniosa invención!, la obra de Egüez viene a comprobarnos
que sólo asaltando el espacio de trabajo de los dioses y despojándolos de sus
derechos exclusivos de patentar universos originales es posible sustituir esta
realidad tangible, con la que nunca acabaremos de estar conformes, por otra
donde todo lo que sucede es absolutamente original, construido y moldeado no
sólo a imagen y semejanza de su creador sino según su libre albedrío, según su
real gana.
Así la ciudad en la que nos introduce Iván Egüez es Quito pero
no tiene nada que ver con Quito, es la patria chica de su creador pero a la vez
no es la misma ni su copia ni su fotografía, sino la que él ha creado tan
completa y tan autosuficiente que llegamos a creer que es la Quito del
mapamundi, la que tiene coordenadas propias en grados de paralelos y de
meridianos, la de la mitad del mundo. Es tan real en su irrealidad que caminamos
por sus calles y saludamos a sus gentes sin ninguna extrañeza, convencidos de
que son las que vemos y con las que hablamos todos los días.
No, esta ciudad, esta Ciudad, pertenece a otro espacio y a
otro tiempo. Un espacio que no podemos localizar con referencias conocidas y un
tiempo que, a diferencia del tiempo real en que nosotros nos movemos, no
transcurre, no muere en un pasado imposible ni evoluciona hacia un futuro
garantizado. Es una Ciudad hecha con otros materiales: con palabras, con frases,
con giros, con modismos, con gramática propia, con retórica propia, con
prosodia y ortografías propias y que no tienen que ver con las palabras, las
frases, los modismos y la gramática de nuestros textos escolares.
Es una Ciudad hecha exclusiva y acrobáticamente de lenguaje. No
tiene un solo ladrillo, ni un techo ni una pared, no se extiende por ningún
espacio ni añora ningún ayer. Está ahí, en su presente eterno, en su espacio
sin dimensiones, apenas el espacio de las páginas del diseño editorial pero nada
más. Y sin embargo, podemos entrar en ella y escuchar su ronroneo urbano
particular, sus voces que cantan con acento chulla, genuino, que reconocemos
como vivo porque crea un ámbito inconfundible, unos modos propios, unas formas
irregulares de hablar en nada ajustadas a normas de manual sino vivas, sonoras,
confidentes, coloquiales, chismosas, calumniosas, insinuantes, destructoras de
prestigios y de respetos, picarescas, bromistas, suspicaces, provocadoras de
iras tanto como de risas, de amores como de dolores y de olores y de sabores de
toda especie, presentados en el menú como Malabares
en su tinta.
Y también, claro está, de poesía, de lirismo y de melodías, de
ritmos, de énfasis y de pasiones, de sabiduría y de conocimiento, tomados con
pinzas de la realidad y trabajados como los temas de una sinfonía,
desarrollados cada uno según su condumio, in crescendo o como marchas
triunfales o detallado inventario, cada pasaje con su propia arquitectura. Así:
«La vuelta
del músico. Con las solapas de los abrigos levantadas, carraspeando, vamos por
la vereda callados, envueltos en nuestros pensamientos, cada cual en su
bufanda: el Urgiel en lo de él, en sus perros y en su cascanuez, en su novia de
caramanchel; el tinterillo sobreseído de tragos, ya repuesto después de haber
dormido su espléndido esplín. Yo enlunado, volando en el amor con mi diosa del
amanecer, como un cóndor de vuelo dormido, con mi bufanda de Pacarina al
cuello, plumas de mi cuche c(olor) neblina. ¿Fetichismo? ¿Mitología? Subsumidos
en nuestros respectivos pensamientos seguimos caminando por dentro del parque:
“Tengo que
volverla a ver sin éstos.”
“Parece un
buen prospecto para hijo de la luna.”
“Tengo que
sacarlo otra vez de perros. Un perro blanco, salpicadura de luna. O un negro,
faja negra de la noche.”
“Me encanta,
esa mujer me encanta, tiene esa mirada única de las amanecidas.”
“Don Alba
debe haberse quedado impresionado.”
– Y a usted,
¿le gusta la poesía, amigo? –me pregunta por romper el hielo.
–Desde
luego, ahora me he dedicado a leer todos los días poesía: me ayuda a
profundizar la vida, pues ella trabaja con esencias; es incurable y pegadiza;
es abstracta y volandera porque brota directa del cerebro, vuela sin
intermediarios, como el viento; es alusiva, pero a la vez precisa; sirve para
alambicar las palabras, para desvestirlas, para recuperar el ímpetu que cada
una de ellas tuvo al nacer en pos de apropiarse del mundo nomás nombrándolo,
abduciéndolo. En cuanto al viento, en verdad, no tiene metáforas.
“No más
faltaba que éste también me salga poeta, como el Napo, con uno basta, como
decía el profe, hay miles de cultivadores de poesía, pero un gran poeta se da
cada cien años, poesía de verdad, no como las que pasan en las otras radios,
las que lee el Salcedo haciendo pucheros, no. Tampoco esa poesía obscura que
para entenderla hay que leerla de abajo arriba y de atrás hacia adelante para
ver si al azar pescamos un sentido.”»
Y continúa así, cada transcripción se haría interminable pero
debe ser corta como la breve secuencia de notas que nos indica la melodía
básica de un tema de una sinfonía –el primer tema del segundo movimiento de la
sinfonía tal o el segundo tema del último movimiento del concierto cual– como
si esas manchitas parecidas a comas dibujadas en el pentagrama nos resultaran claras
a los simples mortales o como cuando le
decimos al amigo, esa parte que es trálalalaá trálalalaá y con eso reconocemos
el comienzo de la quinta del sordo, pero que en la obra asume muchas
variaciones con diferentes intensidades interpretadas por diversos
instrumentos, ahora pasa a los cobres y se eleva con fuerza de turbión, vuelve
en las cuerdas y revolotea en giros y espirales hasta agotarse descendiendo
como el suave declive de una loma y se hunde finalmente en el silencio del
atardecer.
Los temas de Egüez son infinidad y muy diversos, y no voy a
enumerarlos, no soy crítico literario ni pretendo serlo, escribo mis
comentarios solamente con las herramientas elementales de un lector agradecido.
Pero están todos, todos los temas que usted, sediento lector, quiera degustar
como cuando se encuentra frente a un revuelto buffet donde todo hay que
probarlo pero todo puede hacerle daño o puede incitarle a repetir y repetir,
una y otra vez, hasta la saciedad, hasta la indigestión, hasta una sabrosa
indigestión.
Malabares en su tinta
te incita a todo. A la risa –antes que todo al regocijo– o a la ira, al odio y
al amor, a la tristeza y a la alegría, a la reflexión y a la insensatez, a
todas las contradicciones posibles: ¿es esto literatura o qué diablos es? ¿De
qué me está hablando este señor? ¿Es esta la misma historia que nos contaron
los diarios y los radionoticieros y los telenoticieros y los chismes y las
murmuraciones? Sí, es todo lo que sabemos que ha pasado en Quito y en Ecuador y
en el mundo y en la historia, y no es nada de eso: si me preguntan cuál es la
historia, tal vez no sabría decirlo. Y sin embargo, es una historia bastante
conocida pues tiene fecha de inicio: el 8 de octubre de 1890, y fecha de final:
el 8 de octubre de 1967. En la primera, Cezanne bajó del caballete su cuadro Jugadores de cartas; en la segunda, el
Che fue asesinado en Bolivia. ¿Y eso qué tiene que ver? Nada. No tiene que ver
nada, y tiene que ver con todo porque delimita con toda imprecisión el «último
cuarto menguante» del siglo XX, el que corresponde con bastante inexactitud al
ciclo histórico que usted y yo hemos vivido, en el que hemos realizado nuestra
peripecia vital en este mundo, en este caos.
Ahí está ese caos reproducido con minuciosidad de
miniaturista, en un trabajo que la primera impresión que nos da es la de estar
contado con una naturalidad inocente lo que ya todos sabemos pero que es en
realidad una construcción tallada, esculpida palabra por palabra, letra por
letra, no hay nada inocente allí, todo está fríamente calculado y colocado
donde debe estar, es un trabajo de mucho tiempo, de muchos años, de muchos
insomnios y muchos amaneceres espantando las palabras intrusas para atrapar y quedarse
sólo con la que es, y muchos anocheceres repitiendo el ejercicio agotador,
enloquecedor, frente al teclado, esculpiendo, golpeando el buril con fuerza
unas veces, otras con delicadeza femenina para no dañar lo ya alcanzado. Y sin
embargo, desconcertantemente lúcido, claro, inteligente, exacto, con la
exactitud que tiene la vida en su inexacto e inatajable devenir.
No sé por qué, y pido me perdonen por esta grosera arbitrariedad
que un auténtico crítico literario no cometería nunca, pero todo el tiempo esta
novela de Egüez me recordó otra de otro entrañable amigo ya ausente de este
mundo. Carlos Perozzo fue un director de teatro, colombiano, que derivó en
escritor. Un poco a la inversa del proceso de Egüez: este comenzó por literato
y poeta y ha llegado a malabarista. Perozzo fue primero prestidigitador y
payaso (teatrero), y fue a dar en novelista. Al grano: creo que fue su
penúltima novela, se llama La O de
aserrín. Como en la de Egüez, las zancadillas comienzan en el título: la O
no es la letra O de nuestro abecedario, sino la del alfabeto del artista: es la
pista de un circo. La pista de un circo es una circunferencia hecha de aserrín:
La O de aserrín.
De allí en adelante es el mundo del circo, y es el circo del
mundo. Un payaso enamorado de una maravillosa trapecista (gemela de la Pacarina
de Andrés Del Alba, en Egüez), a la que persigue de pueblo en pueblo y de plaza
en plaza donde se abran las carpas del circo donde ella sueña con realizar la
perfección de un triple salto mortal, y él la mira y la admira y la teme y la
protege con su amor hasta el final. Y con la envidia: él (el
personaje-escritor) se reconoce a sí mismo en ese delirio por llegar a la
perfección del triple salto mortal…
La relación entre los dos trabajos literarios es que ambos
están edificados con la técnica constructora más deslumbrante: las
prestidigitaciones de locura con las palabras. Cuando leía a Perozzo, me venía
a la mente otro constructor, arquitecto: Gaudí (Perozzo vivió un tiempo en
Barcelona y expresaba contagiosamente su admiración por el creador catalán).
Sabemos cómo Gaudí trabajó sus monumentos con una clave central definitoria: la
línea recta no existe. Toda inclinación del artista a trazar su obra con base
en las líneas rectas es una falsedad total y un fracaso seguro. Perozzo como
Egüez –y como tantos otros, Joyce, Cortázar, Villón, Quevedo, o Cezanne, Monet,
Goya en la Quinta del Sordo…– rehuyeron sistemáticamente la línea recta de la
gramática de manual escolar. (Pero que no se despisten los jóvenes noveles
escritores: para llegar a hacer esto como maestros, se requiere haber sido
buenos aprendices. Sólo se puede jugar así con el idioma conociendo a fondo el
idioma y sus secretos, y trabajando mucho mucho con él, hasta poder construirlo
destruyéndolo o destruirlo construyéndolo).
Pido disculpas (y puedo pedir disculpas como puedo pedir perdón,
señores neogramáticos, porque pedir que te perdonen es pedir que te disculpen, que
te libren de culpa, el idioma vivo se desliza por todos estos meandros y
desemboca en pedir disculpas) por estas digresiones abusivas, y más bien
termino trayendo aquí otro fragmento en el que Iván Egüez nos confía parcialmente
su caja de herramientas y sus manuales de orfebrería.
«Esta
energía que mueve a los cuerpos existe gracias a su contrario: la teoría de la
inhibición que paraliza a los cuerpos sin tocarlos. Entonces, mientras sigue
leyendo, se percata de que por adentro no está hecho sólo de huesos y de
vísceras sino primordialmente de agua (por aquello del fluir) y, sobre todo, de
cosas por decir: siente que su marea interior tiene tumbos de ideas, de
empeños, de palabras en la punta de la lengua, de presentimientos; a veces, lo
que se le pone se le cumple, otras deja escapar las ideas, de donde conjetura
que éstas mueren si no se expresan, es decir, si no se transforman, pues, de
otro modo, van a perderse en la tercera orilla de un río indetenible (La
Eternidad, según ese bosque húmedo llamado Guimaraes Rosa); pero quizá se le
van sólo por falta de entrenamiento; entonces para daquírirlo no tendrá otro
remedio que echar mano de su tímpano para mojarse con los murmurios de este
palabrerío, de este río palabrero que, una vez oído, le correrá cantarino por
las venas y su sangre ya no será de orchata –si alguna vez lo fue– sino de brío
y energía, de nervio, de sismógrafo interior, perlada de ese rocío adrenalítico
y glauco que aguadijan sus ganglios, linfa adamantina como el agua de sus ojos,
lista a derramarse de pena o desconsuelo, de rabia o alegría, o simplemente de
ganas de reír o sollipar sin saber porqué (o sabiendo su conciencilla el por
qué), de estremecerse sólo para comprobarse que está con vida, ya que el primer
síntoma de muerte es no sentir que se le hace agüita la boca por algo, no
inmutarse nunca, no emocionarse ni asombrarse por nada. De ahí las palabras se
le harán gaviotas y se darán a volar en el interior de usted, en el dombo de su
vientre infinito, porque cada palabra es como un hijo, como una serpentina que
comienza y no se sabe dónde termina, una enredadera que crece sola; por ello,
esto podría tener, espero que con su sintonía tenga, el curso libre, desfachatado,
casi salvaje, de una pintura infantil, de un barroco botánico donde la palabra
pegue por generación espontánea en busca de un claro de bosque, de ese
sol-lector que llega a través de los vericuetos de la arboleda a reverdecer la
naturaleza cual un proceso de fotosíntesis que transforma su energía luminosa
en energía verbal; y si no es de un barroco botánico, al menos de un laberinto
sin paredes ni fronteras, donde cada palabra luche y se calcine por querer
brotar de la sequedad del desierto, a sabiendas de que nada es más abigarrado
que su arena, espesura apretadapor el puño de los dioses, pero ardiente y
tentadora como la entrepierna de una muchacha, o tibia como las mieses bajo un
rayo de sol, de ese sol de venados que apenas calienta pero que hace que se
ponga turulata la pupila en lontananza.»
Bien, ahí tienen en su mano la carta. Recomendación del chef: Malabares en su tinta.
¡Buen provecho!
Cumbayá, diciembre de
2013
Alfonso Monsalve
Ramírez
alfonso-monsalver@hotmail.com
Blog “Tardes con Alfonso” (www.tardesconalfonso.blogspot.com)