El antropocentrismo que domina
esencialmente el pensamiento humano desde los albores de nuestra cultura –el
hombre es la medida de todas las cosas–, reduce nuestro concepto de información
a la forma particular como nuestra especie intercambia noticias acerca de su
entorno natural y cultural a fin de alcanzar objetivos limitados a su esfera
vital y existencial. Una corriente de pensamiento cuyo arranque fue la formulación
de la Teoría matemática de la información
(C. E. Shannon: 1948), cuyos principales enunciados están en la raíz de la actual
revolución de las comunicaciones, ha desarrollado la visión de la información
como uno de los principios, con la entropía como opuesto dialéctico, que rigen la existencia
del universo y su movimiento eterno, trastornando todos los fundamentos
epistemológicos, gnoseológicos y filosóficos de nuestra manera de concebir la
realidad y la existencia, incluyendo nuestra existencia como especie particular
surgida en un pequeñito rincón del cosmos (A. Monsalve Ramírez: 2003; J.Campbell:
1982; Alfred G. Smith et al.: 1984).
En esta visión, la información es el
principio que ordena el caos y disminuye su incertidumbre, y su expresión más
concreta es la energía de señales: la que aplica el profesor cuando, sin mover
literalmente un dedo, ordena a los alumnos cambiar la disposición del salón de
clase, poniendo en acción energías subsidiarias que en minutos transforman ese
escenario, y también la que mueve al dron que transporta y dispara el misil
nuclear armagedónico.
La energía de señales explica el
tremendo poder de la información que hoy maneja el mundo, más que la política,
más que el dinero, hoy meros dispositivos guiados y en último término
manipulados por la poderosa maquinaria informativa de los medios de comunicación.
Y que, inaudito, son propiedad de un puñado de individuos que los utilizan como
todo lo que ellos han creado: como negocio, como el gran negocio de sostener el
mundo de los negocios que es el capitalismo.
Si un individuo se dedica a difundir insidias
y calumnias contra su vecino hasta lograr que el vecindario termine agrediendo
y hasta eliminado a la víctima, se le señalará y se le juzgará como criminal.
Pero si lo hace a través de un periódico o de un canal radial o televisivo, su
acción se transforma en libertad de expresión. No es imaginación: esa libertad
de expresión divulgó el infundio de un gobernante que ocultaba armas de
destrucción masiva, y con tal respaldo informativo, se lo asesinó, desatando en
su país un genocidio continuado que no termina.
Nuestra concepción de democracia se
basa todavía solamente en el poder político y en el poder económico. Para forjar
una democracia real tenemos que empezar por la base principal del poder actual,
político, económico y social: el poder de la información.
Tiene razón Macri cuando comienza por
desmantelar los intentos de crear una nueva información social. Ciertamente, es
una amenaza para su clase social y el caos que ella ha creado.
Alfonso Monsalve Ramírez
Publicado en El Telégrafo, sábado 2 de enero de 2016
alfonsomonsalve.personal@gmail.com
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